En el silencio de la madrugada: La historia de Mariana y el secreto de su esposo
—¿Por qué tienes la cara tan pálida, Mariana? —me preguntó mi hija Lucía, apenas entré a la cocina esa mañana, con el celular de Julián temblando en mi mano. No pude responderle. Sentía que el aire se me escapaba del pecho, como si hubiera corrido bajo el sol ardiente de Veracruz, donde vivimos desde que me casé con Julián hace treinta y cinco años.
La noche anterior, Julián se quedó dormido en el sillón viendo el noticiero. Su celular vibró varias veces. No suelo revisar sus cosas, pero algo en mi interior me empujó a hacerlo. Quizá fue la rutina, la costumbre de saberlo todo, o tal vez una intuición que llevaba años ignorando. Deslicé el dedo y vi los mensajes: “Te extraño”, “¿Cuándo nos vemos otra vez?”, “No dejes de pensar en mí”. Firmados por una tal Gabriela.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía ser? ¿Después de tantos años juntos, después de criar a nuestros hijos, de sobrevivir a la crisis del 94, a la enfermedad de mi suegra, a las deudas y a las risas? ¿Por qué ahora?
Guardé silencio durante el desayuno. Julián se fue al trabajo como siempre, besándome la frente y diciéndome: “Cuídate mucho, mi amor”. Me ardió la piel donde sus labios tocaron mi frente. Lucía y mi hijo menor, Daniel, notaron mi silencio, pero no preguntaron más.
Pasé el día en automático. Lavé la ropa, preparé mole para la comida, regué las plantas del patio. Pero mi mente no dejaba de repetir esas palabras: “Te extraño”, “¿Cuándo nos vemos otra vez?”. ¿Quién era Gabriela? ¿Desde cuándo? ¿Qué tenía ella que yo ya no podía darle?
Cuando Julián regresó esa noche, lo esperé sentada en la sala. No encendí la luz. Él entró silbando, con una bolsa de pan dulce en la mano.
—¿Mariana? ¿Estás bien?
Le mostré el celular. No dije nada. Él lo tomó y al ver la pantalla, su rostro cambió. Se sentó frente a mí y bajó la cabeza.
—No es lo que piensas… —susurró.
—¿Entonces qué es? —mi voz salió ronca, desconocida para mí misma.
—Gabriela es una compañera del trabajo… sólo hablamos…
—¿Sólo hablan? ¿Así se hablan los compañeros? —le interrumpí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.
Julián guardó silencio. Por primera vez en años, lo vi pequeño, vulnerable. No era el hombre fuerte que me prometió amor eterno en la iglesia del pueblo. Era un hombre asustado, atrapado en su propia mentira.
Esa noche dormí sola. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Recordé cuando nos conocimos en la feria de San Juan, cuando bailamos cumbia bajo las luces de colores, cuando me pidió matrimonio frente a toda mi familia. ¿Dónde quedó ese amor?
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Julián intentaba hablarme, pero yo no podía mirarlo sin sentir dolor. Lucía y Daniel sabían que algo pasaba; escuché a Lucía llorar en su cuarto y a Daniel golpear la pared con rabia contenida.
Mi madre vino a verme. Me abrazó fuerte y me dijo:
—Hija, los hombres a veces son tontos… pero tú vales mucho más que cualquier traición.
No sabía si quería escuchar eso o si prefería gritarle que no podía más.
Una tarde, Julián llegó temprano y me pidió sentarnos juntos. Me miró a los ojos y confesó:
—No sé por qué lo hice. Me sentí solo… tú siempre estás ocupada con los hijos, con la casa… Gabriela me escuchaba, me hacía sentir importante otra vez… Pero nunca dejé de amarte.
Sentí una mezcla de compasión y rabia. ¿Era culpa mía por estar tan ocupada? ¿O era su cobardía para enfrentar sus propios vacíos?
Decidí irme unos días a casa de mi hermana Rosa en Xalapa. Necesitaba pensar lejos del ruido de mi casa, lejos de los recuerdos y las promesas rotas.
En Xalapa lloré con Rosa, reímos recordando nuestra infancia y me pregunté si alguna vez volvería a confiar en Julián. Ella me dijo:
—El perdón no es para él, es para ti. Para que puedas vivir sin ese peso en el pecho.
Volví a casa después de una semana. Julián seguía ahí, esperándome cada noche con una taza de café caliente y los ojos llenos de culpa.
No sé si algún día podré perdonarlo del todo. A veces lo miro y veo al hombre que amé; otras veces sólo veo al hombre que me mintió.
Pero sigo aquí, luchando por mi familia, por mis hijos y por mí misma.
¿Vale la pena seguir adelante después de una traición así? ¿O es mejor empezar de nuevo sola? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?