Entre el amor de madre y el amor de pareja: Cuando mi hijo ya no me elige
—¿Así que ahora todo lo que digo está mal? —le grité a Julián, mi hijo, mientras él recogía sus cosas para irse de mi casa.
No era la primera vez que discutíamos desde que se casó con Camila, pero esa tarde de domingo, con el olor a café recién hecho y la lluvia golpeando los techos de teja, sentí que algo dentro de mí se rompía.
Julián, mi único hijo, mi razón de vivir desde que su papá nos dejó cuando él tenía apenas cinco años, me miró con esos ojos oscuros que heredó de mí, pero que ahora parecían tan lejanos.
—Mamá, no es que todo lo que digas esté mal, pero tienes que entender que Camila es mi esposa. Yo la elegí.
La palabra «elegí» me atravesó como un cuchillo. ¿Acaso yo no fui su primera elección durante todos estos años? ¿No fui yo quien dejó de trabajar para que él pudiera estudiar, quien vendió la joya de mi abuela para pagarle la universidad?
Camila estaba en la cocina, fingiendo que lavaba los platos, pero yo sabía que escuchaba cada palabra. Desde que entró a nuestras vidas, todo cambió. Al principio, la recibí con los brazos abiertos. Era dulce, educada, siempre con una sonrisa. Pero pronto empecé a notar cómo Julián se alejaba de mí, cómo las llamadas se hacían menos frecuentes, cómo las visitas se acortaban.
La primera vez que discutimos fue por la Navidad. Yo quería que la pasaran en mi casa, como siempre, pero Camila insistió en ir donde sus padres en Envigado. Julián, sin mirarme siquiera, aceptó. Esa noche lloré sola, abrazando la almohada, preguntándome en qué momento dejé de ser suficiente.
—Mamá, tienes que entender que ahora tengo otra familia —me dijo una vez, con voz cansada.
—¿Y yo qué soy entonces? —le respondí, sintiendo cómo la voz se me quebraba.
—Eres mi mamá, siempre lo serás. Pero Camila es mi esposa. No puedo estar en medio de ustedes todo el tiempo.
Me sentí invisible. Como si la vida me hubiera puesto en pausa mientras todos a mi alrededor seguían avanzando. Mis amigas en el barrio decían que era normal, que los hijos crecen y hacen su vida. Pero nadie me preparó para este vacío, para esta sensación de haber sido reemplazada.
Un día, Camila me llamó por teléfono. Su voz era suave, pero firme.
—Rosa, quería hablar contigo. Siento que últimamente hay mucha tensión entre nosotras y eso está afectando a Julián. Yo no quiero quitarte a tu hijo, pero necesito que entiendas que él y yo somos un equipo ahora.
Sentí rabia, pero también vergüenza. ¿Sería cierto que yo estaba siendo una carga? ¿Estaba saboteando la felicidad de mi hijo por miedo a quedarme sola?
Empecé a notar pequeños detalles: Julián ya no me pedía consejos, no me contaba sus problemas. Si le preguntaba algo sobre su trabajo, respondía con monosílabos. Si le cocinaba su plato favorito, decía que Camila ya había preparado algo en casa.
Una tarde, mientras barría el patio, escuché a las vecinas hablar de cómo los hijos se van y uno tiene que aprender a soltar. Pero, ¿cómo se suelta a un hijo? ¿Cómo se deja de ser madre a tiempo completo para convertirse en un personaje secundario en la vida de quien más amas?
La situación llegó al límite cuando Julián y Camila tuvieron una discusión fuerte y él vino a quedarse conmigo unos días. Yo lo recibí con los brazos abiertos, feliz de tenerlo de nuevo en casa. Pero al tercer día, Camila vino a buscarlo. Discutieron en la puerta y yo, sin poder evitarlo, intervine.
—Julián, no tienes por qué irte si no quieres. Aquí siempre tendrás tu casa.
Él me miró con tristeza.
—Mamá, no me ayudes así. Esto es entre Camila y yo.
Esa noche, después de que se fue con ella, me quedé sentada en la sala, mirando las fotos familiares. Recordé cuando Julián era pequeño y me decía que nunca me dejaría sola. Recordé sus abrazos, sus risas, sus promesas. Y lloré. Lloré como no lo hacía desde que su papá se fue.
Los días siguientes fueron un silencio largo. No me llamaba, no respondía mis mensajes. Sentí miedo de haberlo perdido para siempre. Pensé en pedirle perdón, pero no sabía ni por qué exactamente. ¿Por amarlo demasiado? ¿Por no saber soltar?
Un sábado, Camila vino sola a verme. Se sentó frente a mí, con los ojos llenos de lágrimas.
—Rosa, yo también extraño a mi mamá. Sé lo que sientes. Pero si seguimos peleando por Julián, lo vamos a perder las dos.
Por primera vez, vi en ella a una mujer tan vulnerable como yo. Hablamos durante horas. Me contó de sus miedos, de cómo también se sentía sola en la ciudad, lejos de su familia. Me pidió que intentáramos empezar de nuevo.
No fue fácil. Todavía hay días en los que siento celos, en los que quisiera que Julián fuera solo mío. Pero poco a poco he aprendido a compartirlo, a entender que el amor de madre no se divide, se transforma.
Hoy, mientras escribo esto, Julián y Camila están por llegar a almorzar. Traerán a mi nieta, Valentina, y sé que la vida me está dando una nueva oportunidad de amar sin miedo.
A veces me pregunto: ¿cuántas madres en Latinoamérica sienten este mismo dolor? ¿Cuántas veces el amor se confunde con el miedo a quedarse sola? ¿Será que algún día aprenderemos a soltar sin dejar de amar?