Entre el amor de madre y el dolor de nuera: Mi verdad incómoda
—¡No puedes hacerme esto, mamá! —gritó Daniel, con los ojos llenos de furia y lágrimas contenidas, mientras yo sostenía la carta de divorcio entre mis manos temblorosas.
Nunca imaginé que llegaría a este punto. Yo, Rosa Martínez, madre de tres hijos y abuela de dos nietos, criada en un barrio humilde de Medellín, siempre creí que la familia era sagrada. Pero cuando Daniel me confesó que quería divorciarse de Mariana, su esposa desde hace siete años, sentí que el mundo se me venía abajo. No porque amara a Mariana —la verdad, nunca logré quererla— sino porque temía perder a mi hijo en ese abismo de decisiones que no compartía.
Recuerdo la primera vez que Mariana cruzó la puerta de mi casa. Era una tarde lluviosa y ella llegó empapada, con una sonrisa nerviosa y un ramo de flores baratas. Desde el principio sentí que no era para Daniel: demasiado callada, demasiado reservada, como si escondiera algo. Pero Daniel estaba enamorado y yo, por amor a él, intenté aceptarla. O al menos eso creía.
Con los años, las diferencias se hicieron más evidentes. Mariana no quería venir a las reuniones familiares, decía que tenía mucho trabajo o que los niños estaban cansados. Yo lo tomaba como desprecio. Mi hija menor, Camila, siempre me decía:
—Mamá, déjalos vivir su vida. No te metas tanto.
Pero yo no podía evitarlo. Sentía que Mariana alejaba a Daniel de nosotros. Cuando nació mi primer nieto, soñé con tardes enteras cuidándolo, enseñándole canciones y recetas. Pero Mariana siempre ponía excusas para no dejarme sola con él. «Es que todavía toma pecho», «es que tiene miedo»… Siempre algo.
El año pasado todo explotó. Daniel llegó una noche a casa, con los hombros caídos y la mirada perdida.
—No aguanto más, mamá. Mariana y yo peleamos todo el tiempo. Creo que lo mejor es separarnos.
Mi corazón se aceleró. Por un lado sentí alivio —quizá por fin tendría a mi hijo de vuelta— pero también miedo. ¿Y los niños? ¿Y el qué dirán? En nuestro barrio, el divorcio sigue siendo un estigma.
Esa noche no dormí. Pensé en mis amigas del grupo de oración, en las vecinas chismosas, en mi propia madre que siempre decía: «La familia es lo primero». Al día siguiente busqué a Daniel en su trabajo y le pedí que lo pensara mejor.
—Hijo, el matrimonio es para toda la vida. ¿Has hablado con el padre Julián? ¿Has pensado en tus hijos?
Él me miró con cansancio:
—Mamá, ya lo intentamos todo. No quiero seguir así.
No me rendí. Llamé a Mariana y le pedí que viniera a hablar conmigo. Ella llegó seria, sin maquillaje y con ojeras profundas.
—Rosa, sé que usted nunca me ha querido —me dijo sin rodeos— pero esto no es culpa suya ni mía. Daniel y yo simplemente ya no nos entendemos.
Sentí rabia e impotencia. ¿Cómo podía ser tan fría? ¿No pensaba en sus hijos? Le dije cosas de las que hoy me arrepiento:
—Si te vas, te aseguro que no te será fácil criar sola a esos niños. Aquí en Colombia la vida no es sencilla para una madre soltera.
Ella solo bajó la cabeza y se fue sin decir adiós.
Los días siguientes fueron un infierno. Daniel dejó de hablarme por semanas. Camila me reclamó por meterme donde no debía:
—Mamá, ahora sí la embarraste. Daniel está peor y Mariana no quiere ni verte.
Mi esposo, don Ernesto, apenas me dirigía la palabra. La casa se llenó de silencios incómodos y miradas acusadoras.
Intenté rezar más fuerte, pedirle a Dios una señal. Pero lo único que sentía era culpa y soledad.
Una tarde encontré a mi nieto mayor llorando en el patio.
—¿Por qué mi papá ya no vive aquí? —me preguntó con esa inocencia que solo tienen los niños.
No supe qué responderle. Me sentí responsable de ese dolor.
Hoy han pasado tres meses desde aquel día fatídico. Daniel y Mariana están separados; los niños van y vienen entre dos casas; yo apenas los veo porque Mariana evita cualquier contacto conmigo. Daniel me visita poco y cuando lo hace apenas hablamos del clima o del trabajo.
A veces pienso que todo esto es culpa mía por no haber aceptado a Mariana desde el principio; otras veces creo que solo quise proteger a mi hijo del sufrimiento. Pero la verdad es que me siento perdida.
¿Hice bien en intervenir? ¿O crucé una línea que nunca debí cruzar? ¿Cómo se repara una familia rota cuando una madre solo quiso lo mejor para su hijo?
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Es posible volver a unir lo que se ha roto o debo aceptar que mi papel ahora es aprender a soltar?