Entre el Amor y la Sangre: La Decisión que Rompió Mi Hogar
—¿Así que vas a tenerlo aunque yo no quiera? —La voz de Julián retumbó en la cocina, rebotando contra las paredes como una sentencia. Yo estaba de pie, con las manos temblorosas sobre la mesa, sintiendo el frío del azulejo bajo mis pies descalzos. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina, y adentro, mi corazón latía con tanta fuerza que apenas podía escuchar otra cosa.
—Es mi hijo, Julián —le respondí, la voz apenas un susurro, pero firme. Sabía que no había vuelta atrás. Había visto la línea rosa en la prueba de embarazo y, por primera vez en mucho tiempo, sentí esperanza. Pero en sus ojos sólo vi miedo y rabia.
—No estamos listos, Lucía. Apenas alcanzamos para pagar la renta aquí en Monterrey. ¿Quieres traer un niño a esta vida? —insistió, apretando los puños.
No era la primera vez que discutíamos por dinero o por el futuro. Pero nunca imaginé que me pondría entre la espada y la pared: nuestro matrimonio o nuestro bebé. Me sentí traicionada. ¿No se suponía que el amor era más fuerte que cualquier obstáculo?
Esa noche dormí sola. Julián se fue a casa de su hermano, y yo me quedé abrazando mi vientre, llorando en silencio. Pensé en mi mamá, allá en Veracruz, que siempre decía: “Los hijos son una bendición, aunque a veces duelan”. Me pregunté si ella habría sentido este mismo miedo cuando me tuvo a mí tan joven.
Los días siguientes fueron un infierno. Julián regresó sólo para decirme que tenía dos semanas para decidir. “O abortas, o me voy”, me dijo sin mirarme a los ojos. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía elegir? ¿Cómo podía renunciar a una parte de mí?
Fui a trabajar como siempre, atendiendo mesas en el café del centro. Mis compañeras notaron mi tristeza. Rosa, la más vieja, me llevó al baño y me abrazó fuerte.
—No dejes que nadie te obligue a nada, Lucía. Los hombres van y vienen, pero los hijos… los hijos son para siempre —me susurró.
Esa noche soñé con una niña de cabello oscuro y ojos grandes como los de Julián. Desperté llorando y supe que no podía hacer lo que él me pedía.
Cuando se lo dije, él explotó.
—¡Estás arruinando nuestras vidas! —gritó, tirando una taza contra la pared.
—No puedo matarlo, Julián. No puedo —le respondí entre lágrimas.
Se fue esa misma noche. Me quedé sola en el departamento, con las cuentas acumulándose y el miedo creciendo cada día más. Mi suegra vino una vez a buscarlo y me miró con desprecio.
—¿Para esto querías casarte con mi hijo? —me dijo—. Siempre supe que eras una carga.
Me sentí tan sola como nunca antes. Mi mamá me llamaba todos los días, pero no quería preocuparla más de lo necesario. Le mentía diciendo que todo estaba bien.
El embarazo avanzaba y yo seguía trabajando hasta donde podía. Mis pies se hinchaban y la espalda me dolía, pero cada vez que sentía una patadita en mi vientre, recordaba por qué estaba luchando.
Un día, Julián vino a buscar sus cosas. No cruzamos muchas palabras. Sólo lo vi recoger su ropa y salir por la puerta sin mirar atrás. Me quedé sentada en el borde de la cama, sintiendo que una parte de mí también se iba con él.
Los meses pasaron lentos y pesados. El dinero apenas alcanzaba para lo básico. Rosa me ayudaba con comida y consejos. A veces lloraba en el baño del café, preguntándome si había hecho lo correcto.
El parto fue difícil. Estaba sola en el hospital público, rodeada de extraños. Cuando escuché el llanto de mi hija —sí, era una niña— sentí una mezcla de alivio y terror. La llamé Mariana, como mi abuela.
Regresar al departamento vacío fue duro. Las noches eran largas y silenciosas, sólo interrumpidas por el llanto de Mariana y mis propios sollozos ahogados. A veces pensaba en Julián: ¿estaría arrepentido? ¿Pensaría en nosotras?
Un día recibí un mensaje suyo: “Espero que seas feliz con tu decisión”. No respondí. ¿Qué podía decirle? Que sí, estaba rota pero también llena de amor por esa pequeña criatura que dependía de mí para todo.
Con el tiempo aprendí a sobrevivir sola. Conseguí otro trabajo limpiando casas y poco a poco logré salir adelante. Mariana creció sana y fuerte; su risa llenaba los huecos de mi corazón.
A veces la veía jugar y pensaba en todo lo que perdí: un matrimonio, una familia completa… pero también en todo lo que gané: dignidad, fuerza y un amor incondicional.
Hoy Mariana tiene cinco años y pregunta por su papá. No sé qué decirle aún. Sólo le abrazo fuerte y le digo que siempre la quise desde antes de verla nacer.
A veces me pregunto si tomé la decisión correcta. ¿Qué habrías hecho tú si estuvieras en mi lugar? ¿Vale más un matrimonio roto o la vida de un hijo inocente?