Entre el Silencio y la Esperanza: Mi Fe en Medio de la Tormenta
—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Mauricio? —mi voz temblaba, apenas contenida por el nudo en mi garganta. Eran las dos de la mañana y la casa estaba sumida en un silencio pesado, solo roto por el tic-tac del reloj y el crujir de la puerta al cerrarse tras él.
Mauricio ni siquiera me miró. Dejó las llaves sobre la mesa y murmuró algo ininteligible. Yo, sentada en el sofá con la bata apretada contra el pecho, sentí cómo una ola de frío me recorría el cuerpo. No era la primera vez que discutíamos por sus ausencias, pero esa noche algo dentro de mí se quebró.
Me llamo Camila Torres, tengo 38 años y vivo en un barrio popular de Medellín. Mi vida, hasta hace poco, era sencilla: trabajo como profesora en una escuela pública, tengo dos hijos maravillosos y un matrimonio que, aunque no perfecto, creía sólido. Pero esa noche, mientras Mauricio se encerraba en el baño y yo escuchaba el agua correr, supe que algo había cambiado para siempre.
Los días siguientes fueron una tortura. Mauricio evitaba mirarme a los ojos, salía temprano y regresaba tarde. Yo intentaba mantener la rutina para mis hijos, Valentina y Samuel, pero cada vez que los veía reír o pelear por tonterías, sentía un dolor punzante en el pecho. ¿Cómo iba a protegerlos de una tormenta que ni siquiera yo sabía cómo enfrentar?
Una tarde, mientras recogía los platos del almuerzo, mi hermana Lucía llegó sin avisar. Me abrazó fuerte y susurró: —Cami, no tienes que cargar esto sola. —No pude evitar romper en llanto. Le conté todo: las sospechas, las noches en vela, los mensajes extraños en el celular de Mauricio que había visto por accidente.
—¿Y has hablado con él? —preguntó Lucía.
—No puedo… tengo miedo de lo que pueda decirme. No quiero que mis hijos sufran —respondí entre sollozos.
Lucía me tomó las manos. —A veces hay que tocar fondo para volver a levantarse. ¿Has pensado en orar? —me preguntó con esa fe sencilla que siempre la ha acompañado.
Yo había dejado de rezar hacía años. La vida, las prisas, las decepciones… todo me había alejado de esa costumbre de infancia. Pero esa noche, después de acostar a los niños, me arrodillé junto a mi cama. No sabía qué decirle a Dios; solo lloré en silencio, pidiendo fuerzas para no rendirme.
Los días se convirtieron en semanas. Mauricio seguía distante. Una noche, mientras cenábamos en silencio, Valentina preguntó:
—Mamá, ¿por qué papá ya no juega con nosotros?
Sentí un nudo en la garganta. —Está cansado por el trabajo, mi amor —mentí.
Esa noche recé con más fuerza. No pedía milagros; solo claridad para saber qué hacer. Empecé a ir a misa los domingos con Lucía y los niños. El padre Hernán habló un día sobre el perdón y la esperanza. Sus palabras me calaron hondo: “Dios no promete evitarte las tormentas, pero sí caminar contigo a través de ellas”.
Una tarde lluviosa, mientras doblaba ropa en la habitación, encontré una carta escondida entre las camisas de Mauricio. Temblando, la abrí. Era de otra mujer: palabras dulces, promesas de amor… Sentí que el mundo se me venía abajo.
Esa noche enfrenté a Mauricio. —¿Quién es ella? —le pregunté con voz firme pero rota.
Él bajó la cabeza y lloró como nunca lo había visto llorar. Me confesó todo: meses de dudas, sentirse perdido, buscar fuera lo que no encontraba en casa…
—Te fallé, Cami. No sé cómo reparar esto —dijo entre lágrimas.
No supe qué responderle. Solo sentí un vacío inmenso y una rabia sorda. Quise gritarle todo el dolor acumulado, pero algo dentro de mí me detuvo. Me encerré en el baño y recé otra vez. Esta vez no pedí fuerzas; pedí paz para mi corazón.
Pasaron semanas difíciles. Mauricio se fue a casa de su madre unos días. Los niños preguntaban por él y yo inventaba excusas mientras mi alma se desmoronaba poco a poco.
Un domingo después de misa, el padre Hernán me vio llorando en una banca y se sentó a mi lado.
—Camila, Dios no te pide que olvides ni que ignores tu dolor. Pero sí te invita a confiar en que puedes sanar —me dijo con ternura.
Empecé a escribir un diario de oraciones y pensamientos cada noche. Poco a poco sentí que mi corazón se aligeraba. No era resignación; era aceptar que no podía controlar todo, pero sí podía decidir cómo enfrentar lo que venía.
Mauricio volvió una tarde cualquiera. Se arrodilló ante mí y los niños:
—No merezco su perdón ni su amor, pero quiero luchar por ustedes —dijo con voz temblorosa.
No fue fácil. Hubo gritos, silencios incómodos y muchas lágrimas. Pero también hubo pequeños gestos: una taza de café caliente al amanecer, una nota en la lonchera de los niños, una oración compartida antes de dormir.
La confianza no volvió de inmediato; aún hay días en que dudo y temo volver a caer en ese abismo de dolor. Pero he aprendido que la fe no es magia; es una decisión diaria de creer que puedo sanar y seguir adelante.
Hoy miro a Mauricio jugando con Valentina y Samuel en el parque y me doy cuenta de cuánto hemos cambiado todos. No sé si algún día olvidaré lo que pasó, pero sí sé que la oración me salvó del rencor y me dio fuerzas para reconstruir mi vida.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven este dolor en silencio? ¿Cuántas encuentran refugio en la fe cuando todo parece perdido? ¿Y tú… has sentido alguna vez que solo Dios podía sostenerte cuando todo lo demás fallaba?