Entre Ladridos y Silencios: Cuando un Perro Divide un Hogar

—¡No puedo más, Mariana! —gritó Ernesto desde la cocina, mientras Simón, el perro mestizo que mi esposa había rescatado de la calle, ladraba sin parar en el patio.

Yo estaba sentada en la mesa, con las manos temblorosas alrededor de una taza de café frío. Miré a Ernesto, su rostro rojo de frustración, y sentí cómo una punzada de culpa me atravesaba el pecho. ¿En qué momento nuestro hogar se había convertido en un campo de batalla?

Hace quince años, cuando nos casamos en la iglesia del barrio San Miguel, juramos que nada nos separaría. Superamos la crisis del 2008, la enfermedad de mi madre y hasta el desempleo de Ernesto. Pero nunca imaginé que un perro sería el detonante de nuestra posible ruptura.

Todo comenzó hace seis meses. Volvía del trabajo cuando vi a Simón, flaco y tembloroso, buscando comida entre las bolsas de basura. Su mirada me partió el alma. Sin pensarlo, lo llevé a casa. Ernesto no estaba convencido, pero accedió porque siempre ha sido más blando de lo que aparenta.

—Pero solo por unos días —me advirtió—. Hasta que le encuentres un hogar.

Los días se convirtieron en semanas. Simón se ganó mi corazón con su lealtad y esos ojos tristes que parecían entenderlo todo. Pero para Ernesto, cada día era una prueba de paciencia: pelos en el sofá, zapatos mordidos, noches interrumpidas por ladridos. La tensión crecía como una tormenta en el horizonte.

Una noche, después de que Simón destrozara los papeles importantes del trabajo de Ernesto, la discusión explotó:

—¡Ese perro está destruyendo nuestra vida! —me gritó él.

—¡No es solo un perro! Es parte de la familia —le respondí entre lágrimas.

Desde entonces, la casa se llenó de silencios incómodos y miradas esquivas. Ernesto empezó a llegar más tarde del trabajo. Yo me refugiaba en Simón, quien parecía ser el único capaz de consolarme.

Mis amigas me decían que era una locura elegir a un animal sobre mi esposo. Pero ¿acaso no era Simón también una víctima? ¿No merecía él un poco de amor después de todo lo que había sufrido en la calle?

Una tarde lluviosa, Ernesto llegó empapado y con el rostro endurecido por la decisión que había tomado.

—Mariana, esto no puede seguir así. O el perro o yo.

Sentí que el mundo se detenía. Miré a Simón, acurrucado a mis pies, y luego a Ernesto, el hombre con quien había compartido media vida. ¿Cómo elegir entre dos amores tan distintos?

Esa noche no dormí. Recordé los primeros años con Ernesto: las risas en la cocina preparando arepas los domingos, los viajes improvisados a la playa de Cartagena, las promesas susurradas bajo las sábanas. Pero también recordé mi soledad reciente, los días en que Ernesto parecía un extraño y Simón era mi única compañía.

Al día siguiente intenté hablar con él:

—Ernesto, ¿por qué no intentamos terapia? Podemos aprender a convivir los tres.

Él negó con la cabeza.

—No quiero compartir mi casa con ese animal. No puedo más.

Las palabras me dolieron como un golpe. ¿Era egoísta por querer quedarme con Simón? ¿O era Ernesto quien no podía abrir su corazón?

Pasaron los días y la tensión se volvió insoportable. Mis padres me llamaban preocupados:

—Hija, no destruyas tu matrimonio por un perro —me decía mi mamá—. Los hombres buenos no abundan.

Pero yo sentía que nadie entendía mi dolor. Simón era más que una mascota; era un recordatorio de mi capacidad para amar incluso cuando me sentía vacía.

Una noche escuché a Ernesto hablando por teléfono en voz baja:

—No sé cuánto más aguante… Siento que ya no tengo lugar aquí.

Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. ¿Cuándo dejamos de ser un equipo?

El día del ultimátum llegó como una sentencia. Ernesto hizo su maleta y la dejó junto a la puerta.

—Te amo, Mariana. Pero no puedo vivir así —me dijo con voz quebrada—. Llámame si decides dejarlo ir.

Vi cómo salía por la puerta sin mirar atrás. Simón se acercó y apoyó su hocico en mi pierna, como si supiera que acababa de perder algo importante.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones: rabia, tristeza, culpa. Mis amigas me visitaban para consolarme; mis padres insistían en que reconsiderara mi decisión. Pero yo solo podía pensar en todo lo que había perdido y ganado al mismo tiempo.

Una tarde salí al parque con Simón. Una vecina se me acercó:

—¿Y tu esposo? Hace días que no lo veo.

No supe qué responder. Solo acaricié a Simón y miré al cielo gris de Bogotá.

A veces me pregunto si tomé la decisión correcta. ¿Puede el amor por un animal justificar la soledad? ¿O fue solo una excusa para enfrentar lo inevitable?

Hoy duermo acompañada por Simón, pero extraño el calor de Ernesto a mi lado. Me pregunto si algún día podré perdonarme o si él podrá entender que a veces el corazón tiene razones que ni uno mismo comprende.

¿Ustedes qué harían? ¿Hasta dónde llegarían por amor a una mascota? ¿Vale la pena sacrificar una relación por un compañero fiel de cuatro patas?