Entre las Sombras del Amor: Cuando el Silencio se Vuelve Ruido
—Necesitamos vivir separados un tiempo, Mariana.
La voz de Sebastián temblaba, pero sus ojos no se apartaban de los míos. Sentí que el mundo se detenía, que el bullicio de la Ciudad de México se apagaba tras las ventanas de nuestro pequeño departamento en la Narvarte. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que los vecinos podrían escucharlo. ¿Cómo podía estarme diciendo esto el hombre que todos decían era mi suerte hecha carne?
—¿Por qué? —pregunté, apenas un susurro, como si temiera que la respuesta fuera peor que el silencio.
Él desvió la mirada, se pasó una mano por el cabello oscuro y suspiró. —No sé si esto es lo que quiero. Siento que me estoy perdiendo a mí mismo… y no quiero arrastrarte conmigo.
Me quedé paralizada. Recordé todas las veces que mis amigas me decían: “Mariana, qué suerte tienes, Sebastián es un tipazo, trabajador, guapo, atento”. Nadie sabía de las discusiones a puerta cerrada, de los silencios incómodos después de cada pelea por dinero, por el tiempo, por su familia que nunca me aceptó del todo porque yo venía de Iztapalapa y ellos de Polanco.
Esa noche, después de que Sebastián se fue con una maleta y sin mirar atrás, me senté en el piso frío del departamento. Lloré hasta quedarme dormida. Al día siguiente, mi mamá llamó desde Puebla. —¿Cómo está mi niña? ¿Y Sebastián? ¿Ya pensaron en casarse?— preguntó con esa mezcla de ilusión y presión que sólo las madres mexicanas saben usar.
Mentí. Dije que todo estaba bien. ¿Cómo decirle a mi mamá que el hombre perfecto me había dejado? ¿Cómo enfrentarme a las miradas de mis amigas cuando se enteraran? En México, una mujer de treinta años sin pareja es casi un fracaso anunciado.
Los días pasaron lentos. El trabajo en la agencia de publicidad ya no me llenaba. Mis compañeros cuchicheaban cuando llegaba tarde o cuando me veían distraída. Una tarde, mientras esperaba el Metrobús en Insurgentes, vi a Sebastián del otro lado de la avenida. Iba acompañado de una mujer rubia, alta, seguramente una colega suya del banco. Sentí una punzada en el estómago.
Esa noche, mi amiga Lucía vino a verme con una botella de mezcal y una bolsa de papas. —¡Ya basta, Mariana! No puedes seguir llorando por ese güey. Hay vida después de Sebastián.— Pero yo no quería vida sin él. O eso creía.
Las semanas se convirtieron en meses. Aprendí a vivir sola. A cocinar para una sola persona. A dormir en una cama demasiado grande. Empecé a notar cosas que antes ignoraba: el sol entrando por la ventana cada mañana, el olor a pan dulce de la panadería en la esquina, los saludos del portero Don Ernesto.
Un día, mi hermana menor me llamó desde Guadalajara. —¿Por qué no vienes unos días? Te hace falta cambiar de aire.— Dudé, pero al final acepté. En el camión rumbo a Guadalajara, miré por la ventana y pensé en todas las veces que había dejado mis sueños por seguir los de Sebastián: mudarme a otra ciudad, estudiar fotografía, viajar sola.
En casa de mi hermana, rodeada del bullicio de mis sobrinos y del aroma a café recién hecho, sentí algo parecido a la paz. Una tarde salimos al parque y conocí a Andrés, un amigo suyo divorciado y con una hija pequeña. Hablamos durante horas sobre libros, películas mexicanas y nuestras ganas de empezar de nuevo.
Cuando regresé a la Ciudad de México, algo había cambiado en mí. Ya no sentía ese vacío insoportable. Empecé a tomar clases de fotografía los sábados en Coyoacán y a salir con nuevos amigos. Un día recibí un mensaje de Sebastián: “¿Podemos hablar?”
Nos vimos en un café cerca del Ángel de la Independencia. Él estaba más delgado, ojeroso. —Te extraño —dijo—. Me equivoqué al irme.
Por primera vez no sentí ganas de llorar ni de rogarle que volviera. Lo miré con compasión y le respondí: —Yo también me equivoqué al pensar que sólo contigo podía ser feliz.—
Salí del café sintiéndome ligera, como si por fin hubiera soltado una carga enorme. Caminé por Reforma entre el ruido del tráfico y los vendedores ambulantes, sintiendo que por primera vez en mucho tiempo era dueña de mi vida.
A veces me pregunto cuántas mujeres como yo han tenido miedo a estar solas sólo porque así nos enseñaron: a buscar validación en los ojos ajenos y no en los propios. ¿Cuántas veces más vamos a permitir que el miedo al qué dirán nos robe la oportunidad de descubrirnos?
¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez prisionera de las expectativas ajenas? ¿Cuándo fue la última vez que elegiste tu felicidad antes que la aprobación de los demás?