Entre Olla y Corazón: La Historia de Mariana

—¿Por qué no puedes hacer una lasaña como la de Laura? —me preguntó Julián, mi esposo, mientras dejaba el plato a medio comer sobre la mesa. Su voz era un susurro cortante, pero lo suficientemente fuerte para que nuestro hijo Emiliano, de siete años, lo escuchara desde el sofá.

Sentí que el estómago se me encogía. No era la primera vez que Julián hacía esa comparación. Laura, la esposa de su mejor amigo Ricardo, era la reina de las recetas: empanadas de carne jugosas, pasteles de choclo dorados, ceviches frescos y hasta postres con nombres franceses que yo apenas podía pronunciar. Pero Laura no trabajaba fuera de casa; su mundo era la cocina y su pasión, alimentar a su familia y a medio barrio si era necesario.

Yo, en cambio, salía todos los días a las seis de la mañana para tomar el colectivo rumbo al hospital donde trabajo como enfermera. Volvía a casa agotada, con los pies hinchados y la cabeza llena de historias tristes y esperanzas rotas. Cocinar era una obligación más en mi lista interminable de tareas. A veces me preguntaba si Julián alguna vez había notado el cansancio en mis ojos o el temblor en mis manos cuando servía el arroz con huevo frito que tanto detestaba.

—No todos somos Laura —le respondí esa noche, tratando de mantener la calma—. Si quieres cenar como en un restaurante, puedes ir a uno.

Julián bufó y se fue al cuarto sin decir más. Emiliano me miró con esos ojos grandes y oscuros que heredó de mí.

—Mamá, ¿te duele cuando papá dice eso?

Me arrodillé a su lado y lo abracé fuerte. No podía mentirle.

—Un poquito, hijo. Pero mamá es fuerte.

La comparación con Laura se volvió un fantasma en nuestra casa. Cada vez que había una reunión con Ricardo y Laura, Julián regresaba hablando maravillas del menú: “¿Viste cómo decoró la mesa? ¿Probaste ese postre? Deberías pedirle la receta”. Yo sonreía por fuera y me rompía por dentro. ¿Por qué no podía ver las diferencias entre nuestras vidas?

Una tarde lluviosa de sábado, mientras lavaba los platos del almuerzo —arroz con pollo, porque era lo más rápido— escuché a Julián hablando por teléfono en el balcón.

—No sé cómo hace Laura para tener todo tan perfecto… Mariana ni lo intenta —decía él, creyendo que yo no lo oía.

Sentí rabia y tristeza mezcladas. ¿De verdad pensaba que no lo intentaba? ¿Acaso no veía cómo me partía el lomo para que nada faltara en casa? Esa noche no pude dormir. Recordé a mi madre, que crió sola a cinco hijos en un barrio pobre de Lima, trabajando como empleada doméstica y sirviendo lo que podía: sopa aguada o pan con mantequilla cuando no había más. Nunca le reclamé nada; al contrario, admiraba su fuerza. ¿Por qué Julián no podía admirar la mía?

Al día siguiente, decidí hablar con él. Esperé a que Emiliano se fuera a jugar con sus primos y me senté frente a Julián en la sala.

—¿Alguna vez te has preguntado cómo sería tu vida si yo dejara de trabajar para cocinarte como Laura? —le pregunté sin rodeos.

Él me miró sorprendido.

—No es eso… Solo digo que podrías esforzarte un poco más.

—¿Esforzarme más? —sentí que la voz me temblaba—. Trabajo diez horas diarias en el hospital, llego cansada y aun así cocino, lavo, ayudo a Emiliano con las tareas… ¿De verdad crees que no me esfuerzo?

Julián bajó la mirada. Por primera vez noté una sombra de culpa en sus ojos.

—No quería hacerte sentir mal —susurró—. Es solo que extraño cómo era antes… Cuando teníamos tiempo para nosotros, cuando cocinabas esos guisos los domingos.

Me quedé callada un momento. Recordé esos domingos: yo recién graduada, sin trabajo fijo, cocinando para olvidar el miedo al futuro. Ahora el miedo era otro: perderme a mí misma tratando de cumplir expectativas imposibles.

—Las cosas cambiaron, Julián —dije suavemente—. Ahora ambos tenemos responsabilidades. Si quieres comidas especiales, podemos cocinar juntos los fines de semana. Pero no me compares más con Laura. No somos iguales ni tenemos las mismas vidas.

Él asintió en silencio. No sé si entendió del todo, pero al menos escuchó.

Sin embargo, la herida ya estaba abierta. Empecé a dudar de mí misma: ¿Era mala esposa por no cocinar como Laura? ¿Estaba fallando como madre? En el hospital veía mujeres como yo todos los días: cansadas, apuradas, haciendo malabares para llegar a fin de mes y aun así sintiéndose insuficientes porque alguien —un esposo, una suegra o incluso ellas mismas— les decía que no hacían lo suficiente.

Una tarde, mientras esperaba el colectivo bajo la llovizna limeña, vi a una señora mayor vendiendo tamales en la esquina. Me acerqué y le compré uno para llevarle a Emiliano. Ella me sonrió con ternura.

—¿Trabajando duro, hija?

Asentí y le conté un poco de mi historia. Ella me miró con sabiduría y dijo:

—No te compares nunca con nadie. Cada quien tiene su lucha y su manera de amar a los suyos.

Sus palabras me acompañaron todo el camino a casa. Esa noche serví tamales para cenar y Emiliano los devoró feliz.

—¡Mamá, eres la mejor cocinera del mundo! —exclamó con la boca llena.

Julián sonrió tímidamente y me ayudó a recoger la mesa sin decir nada. Tal vez estaba empezando a entender.

Con el tiempo, las comparaciones disminuyeron. No desaparecieron del todo —los viejos hábitos son difíciles de romper— pero aprendí a poner límites y a valorar mi propio esfuerzo. Los domingos cocinamos juntos: Julián pica verduras, Emiliano bate huevos y yo dirijo la orquesta culinaria improvisada entre risas y pequeños desastres.

A veces pienso en Laura y me pregunto si ella también se siente presionada por otras cosas; si alguna vez desea salir corriendo de la cocina y dejar todo atrás por un día. Quizás todas llevamos cargas invisibles que los demás no ven.

Ahora miro a mi familia y siento orgullo por lo que somos: imperfectos pero reales. Y cada vez que Julián menciona a Laura o sus recetas mágicas, le recuerdo con cariño:

—Aquí cocinamos con amor… aunque sea arroz con huevo frito.

¿Hasta cuándo seguiremos comparándonos unos con otros? ¿Cuándo aprenderemos a valorar las pequeñas batallas cotidianas que libramos cada día?