Este no es el hombre con el que me casé: Los silencios que destruyen un hogar

—¿Otra vez vas a llegar tarde, Andrés? —pregunté, tratando de mantener la voz firme mientras mis manos temblaban sobre la mesa llena de platos fríos.

Él ni siquiera me miró. Se quitó la chaqueta, la arrojó sobre el respaldo de la silla y murmuró algo ininteligible. Tomás y Lucía, nuestros mellizos de siete años, se miraron en silencio, como si ya supieran que esa noche tampoco habría risas en la cena.

No siempre fue así. Recuerdo cuando Andrés me llevaba serenatas bajo la ventana de mi casa en San Juan de Lurigancho, cuando soñábamos con una vida sencilla pero llena de amor. Pero desde que doña Carmen, su madre, se mudó con nosotros después del infarto de su esposo, todo cambió. Al principio pensé que era temporal, que podríamos adaptarnos. Pero la casa se llenó de sus opiniones y críticas: «Mariana, esa sopa está muy salada», «¿Por qué los niños ven tanta televisión?», «En mis tiempos, las esposas no se quejaban tanto».

Andrés empezó a llegar cada vez más tarde del trabajo. Decía que era por las horas extra en la ferretería, pero yo sabía que era para evitar el ambiente tenso en casa. Yo también empecé a evitarlo: me refugiaba en el cuarto de los niños, inventando juegos para no escuchar los susurros de doña Carmen o el silencio pesado de mi esposo.

Una noche, después de acostar a los mellizos, lo enfrenté:
—¿Por qué ya no me hablas? ¿Por qué siento que no te importo?

Él suspiró, cansado:
—No es eso, Mariana. Es que todo me supera. El trabajo, mi mamá… Tú tampoco ayudas.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Yo tampoco ayudo? ¿Acaso no era yo quien sostenía la casa mientras él se ausentaba? ¿No era yo quien soportaba las críticas de su madre sin decir nada?

Las semanas pasaron y la distancia creció. Empecé a notar mensajes en su celular a altas horas de la noche. Nombres desconocidos. Cuando le pregunté, se ofendió:
—¿Ahora también me vas a controlar? No soy un niño.

La desconfianza se instaló entre nosotros como una sombra. Doña Carmen aprovechaba cada discusión para recordarme que «las mujeres deben saber mantener a su hombre contento». Yo solo quería gritarle que ese hombre ya no era el mío.

Un domingo, mientras preparaba el almuerzo, escuché a Tomás decirle a Lucía:
—Ojalá papá vuelva a reírse como antes.

Se me partió el alma. ¿En qué momento dejamos de ser una familia feliz?

Esa tarde decidí hablar con Andrés sin rodeos. Lo esperé en la sala, con las manos sudorosas y el corazón acelerado.
—Andrés, esto no puede seguir así. Nos estamos perdiendo. Los niños lo sienten. Yo lo siento. ¿Qué nos pasa?

Él se sentó frente a mí, los ojos rojos de cansancio.
—No sé quién soy ya, Mariana. Siento que todo lo hago mal. Mi mamá depende de mí, tú estás siempre molesta… No sé cómo arreglar esto.

Por primera vez en mucho tiempo, vi al hombre vulnerable con el que me casé. Me acerqué y le tomé la mano.
—No quiero perderte. Pero tampoco puedo seguir fingiendo que todo está bien. Necesitamos ayuda.

Él asintió en silencio. Esa noche hablamos hasta el amanecer: de sus miedos, de mis frustraciones, del peso de tener a doña Carmen en casa y de cómo habíamos dejado de ser pareja para convertirnos solo en padres y cuidadores.

Decidimos buscar terapia familiar en el centro comunitario del barrio. No fue fácil: doña Carmen se ofendió y nos acusó de querer deshacernos de ella. Los niños lloraron al vernos discutir tan abiertamente. Pero poco a poco aprendimos a poner límites sanos: Andrés habló con su madre sobre la necesidad de privacidad; yo aprendí a expresar mis necesidades sin culparlo por todo.

Hubo recaídas: días en los que Andrés volvía a encerrarse en sí mismo o yo explotaba por cualquier cosa. Pero también hubo pequeños triunfos: una tarde jugando todos juntos en el parque; una cena sin críticas; una noche en la que Andrés me abrazó y me dijo «gracias por no rendirte».

A veces me pregunto si realmente podemos volver a ser los mismos de antes o si solo estamos aprendiendo a convivir con nuestras cicatrices. Pero cuando veo a Tomás y Lucía reír juntos, siento que vale la pena intentarlo una vez más.

¿Hasta dónde debemos aguantar por amor? ¿Cuándo es momento de decir basta y priorizarnos? Ojalá alguien allá afuera tenga respuestas mejores que las mías.