Huí de mi boda: el precio de un amor perfecto

—¡Mariana, apúrate! ¡Ya están todos esperando! —La voz de mi mamá retumbó en la puerta, mezclada con el bullicio de la casa y el olor a arroz con pollo que venía de la cocina. Me miré al espejo: el vestido blanco me apretaba el pecho, como si quisiera advertirme que no podía respirar. Afuera, los cohetes tronaban y la música de banda ya empezaba a sonar en la calle.

Mi abuela, sentada en la esquina del cuarto, rezaba en voz baja. —Que la Virgen te cuide, mija. Que no te falte nunca el amor —susurró, sin saber que yo ya sentía que me faltaba todo menos el miedo.

Mi hermana menor, Lucía, entró corriendo y me abrazó fuerte. —¿Estás lista? —me preguntó con una sonrisa nerviosa. Yo asentí, pero por dentro gritaba. No estaba lista. No quería casarme con Javier. No quería esa vida que todos soñaban para mí, pero que a mí me asfixiaba.

Javier era el novio perfecto: guapo, trabajador, hijo del dueño del taller más grande del pueblo. Mi mamá siempre decía que era un buen partido, que con él nunca me iba a faltar nada. Pero nadie sabía cómo me hablaba cuando estábamos solos, cómo me hacía sentir pequeña, invisible. Nadie vio nunca los mensajes que me revisaba en el celular o las veces que me prohibió salir con mis amigas porque «ya eres una mujer comprometida».

La noche anterior a la boda, intenté hablar con mi papá. Le dije que tenía miedo, que no estaba segura. Él solo suspiró y me acarició la cabeza. —Todos tenemos miedo antes de dar un paso grande, hija. Pero Javier te quiere y eso es lo importante —me dijo, sin mirarme a los ojos.

Ahora, mientras las campanas de la iglesia repicaban y los invitados se acomodaban en las bancas decoradas con flores blancas y listones rojos, yo sentía que cada paso hacia el altar era un paso hacia mi propia tumba.

—Mariana, por favor… —mi mamá entró de nuevo al cuarto—. No nos hagas pasar vergüenza. Todos te están esperando. Javier está nervioso allá afuera. Hazlo por nosotros.

Me temblaban las manos. Quise gritarle que no podía, que no quería, pero solo asentí y dejé que me pusiera el velo sobre la cabeza. Caminé hacia la puerta como una autómata, sintiendo las miradas de mis tías y primas clavadas en mi espalda.

En la iglesia, Javier me esperaba con una sonrisa forzada. Me tomó del brazo y susurró: —Te ves hermosa… Ya era hora.

El sacerdote empezó a hablar, pero yo no escuchaba nada. Solo veía las caras de todos: mi mamá llorando de emoción, mi papá serio y rígido, mis amigas tomando fotos para subirlas a Facebook e Instagram. Todos felices por mí… menos yo.

Cuando llegó el momento de decir «sí, acepto», sentí un nudo en la garganta tan grande que casi no pude respirar. Miré a Javier y vi en sus ojos esa mirada fría que tantas veces me había hecho sentir miedo. Miré a mi familia y sentí una punzada de culpa tan fuerte que casi caigo al suelo.

—¿Aceptas a Javier como tu esposo? —preguntó el sacerdote.

El silencio se hizo eterno. Sentí las lágrimas correr por mis mejillas. Nadie entendía nada. Javier me apretó la mano con fuerza bajo el velo.

—Mariana… —susurró entre dientes—. No hagas una tontería.

Fue entonces cuando lo supe: si decía «sí», me perdería para siempre. Si decía «no», tal vez perdería a mi familia, a mis amigos, a todo lo que conocía… pero al menos seguiría siendo yo.

Solté la mano de Javier y di un paso atrás.

—No puedo —dije en voz baja, pero lo suficientemente fuerte para que todos escucharan.

Un murmullo recorrió la iglesia como un trueno. Mi mamá se tapó la boca para no gritar. Mi papá se levantó de su asiento y caminó hacia mí.

—Mariana, ¿qué estás haciendo? —me preguntó con los ojos llenos de furia y vergüenza.

—No puedo casarme con él —repetí—. No quiero esta vida… No quiero seguir fingiendo.

Javier intentó tomarme del brazo, pero yo retrocedí aún más.

—¡Eres una malagradecida! —gritó mi tía Rosa desde el fondo—. ¡Después de todo lo que tu familia ha hecho por ti!

Las lágrimas ya no me dejaban ver nada. Salí corriendo de la iglesia mientras todos gritaban mi nombre o murmuraban insultos y reproches.

Corrí por las calles empedradas del pueblo, con el vestido blanco arrastrándose por el lodo y los niños siguiéndome como si fuera parte de una película trágica. Llegué hasta la casa de mi amiga Paola y toqué la puerta desesperada.

—¿Qué pasó? ¿Por qué estás así? —me preguntó ella al verme hecha un desastre.

—No pude… No quise… No quiero vivir así —le dije entre sollozos.

Paola me abrazó fuerte y me dejó quedarme en su casa esa noche. Escuché los mensajes de voz de mi mamá llorando, de mi papá exigiendo que regresara a pedir disculpas, de Javier diciendo que nunca nadie me iba a querer como él.

Pasaron días antes de atreverme a salir de nuevo al pueblo. Todos me miraban como si fuera una traidora o una loca. Mi familia dejó de hablarme por semanas; mi mamá enfermó del coraje y mi papá no quiso verme ni en Navidad.

Pero poco a poco fui recuperando mi voz. Conseguí trabajo en una tienda del centro; empecé a salir sola al parque sin miedo; volví a reír con mis amigas sin tener que pedir permiso ni dar explicaciones.

Un día, meses después, mi hermana Lucía vino a buscarme.

—Mamá te extraña mucho… Papá también —me dijo—. Pero todavía están dolidos.

—Yo también los extraño… Pero no puedo volver atrás —le respondí—. No puedo arrepentirme de haber elegido ser libre.

A veces todavía sueño con ese día: con el vestido blanco manchado de lodo, con los gritos en la iglesia, con la mirada fría de Javier. Me duele haber lastimado a mi familia, pero sé que hice lo correcto.

¿Vale la pena perderlo todo por no perderte a ti misma? ¿Cuántas mujeres más tendrán el valor de huir antes de que sea demasiado tarde?