La apuesta que nos rompió: Mentiras en el amor y el precio de la verdad

—¿Por qué nunca me dijiste la verdad, Emiliano? —La voz de Victoria temblaba, y sus ojos, normalmente llenos de luz, ahora eran dos pozos oscuros de decepción.

Me quedé parado en medio de la sala, con el corazón latiendo tan fuerte que sentía que iba a romperme el pecho. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del departamento en el centro de Monterrey, como si quisiera borrar todo lo que estaba pasando adentro. No supe qué decir. ¿Cómo explicarle que todo empezó por miedo?

Cuando conocí a Victoria en esa aplicación de citas, yo era un joven de veintiocho años, hijo de una familia acomodada del sur de la ciudad. Mi papá tenía una empresa constructora y mi mamá era dueña de una galería de arte. Pero yo siempre sentí que la gente se acercaba a mí por interés, por lo que podía ofrecerles y no por quien realmente era. Así que cuando Victoria apareció con su sonrisa franca y sus historias sobre su trabajo como maestra en una primaria pública de Guadalupe, sentí una chispa distinta.

En nuestro primer encuentro, ella llegó tarde porque el camión se había descompuesto. Se disculpó mil veces y yo le dije que no importaba, aunque en realidad nunca había tomado un camión en mi vida. Me inventé un trabajo modesto en una cafetería y le conté que vivía en un departamento compartido con dos amigos en San Nicolás. Cada mentira era un ladrillo más en el muro que construía entre nosotros.

—¿Y tus papás? —me preguntó una noche mientras cenábamos tacos en la esquina.

—Mi mamá es enfermera y mi papá trabaja en una tienda de abarrotes —respondí sin titubear.

Victoria sonrió y me contó cómo su mamá limpiaba casas y su papá era chofer de camión. Nos reímos juntos de las historias de infancia, de los castigos absurdos y las carencias compartidas. Por primera vez sentí que alguien me veía sin filtros, aunque yo mismo había puesto el filtro más grande de todos.

Pasaron los meses y nuestra relación creció. Empezamos a soñar juntos: un viaje a Oaxaca, un futuro donde ella pudiera estudiar una maestría, donde yo pudiera abrir mi propio café. Todo era tan real y tan falso al mismo tiempo. Yo seguía viviendo en la casa familiar con servicio doméstico y chofer, pero cada vez que salía con Victoria me cambiaba de ropa, me ponía unos tenis viejos y guardaba mi celular caro en el cajón.

Mi hermana Lucía fue la primera en sospechar.

—¿Por qué nunca traes a Victoria a la casa? —me preguntó un domingo mientras desayunábamos pan dulce y café importado.

—No quiero mezclar las cosas —le respondí evasivo.

Pero Lucía no se quedó tranquila. Un día me siguió y vio cómo me despedía de Victoria afuera de una fonda. Cuando regresé a casa esa noche, ella me esperaba sentada en mi cama.

—No tienes derecho a jugar así con ella —me dijo con dureza—. Si realmente la quieres, dile la verdad.

Pero yo no podía. Tenía miedo de perderla, miedo de que todo lo que habíamos construido se derrumbara si ella descubría quién era yo realmente.

El destino decidió por mí. Una tarde, mientras caminábamos por el centro, nos encontramos con mi papá saliendo del hotel más caro de la ciudad. Él me saludó efusivo y me presentó como su hijo mayor. Victoria se quedó helada cuando escuchó nuestro apellido: Garza Villarreal.

Esa noche fue un infierno. Victoria llegó a mi departamento (el verdadero) sin avisar. Entró y miró todo: los muebles elegantes, los cuadros caros, la vista panorámica del Cerro de la Silla.

—¿Quién eres tú? —me preguntó con lágrimas en los ojos—. ¿Por qué me mentiste?

No supe qué decirle. Le hablé del miedo, de las veces que sentí que nadie me quería por mí mismo, de cómo ella era diferente y por eso no quise arriesgarlo todo desde el principio.

—¿Y crees que esto justifica todo? —me gritó—. ¿Sabes lo humillante que es darme cuenta que todo este tiempo he sido tu experimento?

Intenté abrazarla pero se apartó. Me miró con una mezcla de rabia y tristeza que nunca voy a olvidar.

—No sé si pueda perdonarte —susurró antes de salir corriendo bajo la lluvia.

Los días siguientes fueron un tormento. Le mandé mensajes, le llamé, fui hasta su casa en Guadalupe pero nunca salió a verme. Mi familia me miraba con reproche; Lucía ni siquiera me dirigía la palabra.

En el trabajo todo perdió sentido. Ya no quería ir a reuniones ni ver a mis amigos del club. Me di cuenta que había perdido lo único real que había tenido en mucho tiempo por culpa de mi cobardía.

Un mes después recibí una carta de Victoria. Decía que necesitaba tiempo para sanar, para entender si alguna vez podría confiar en alguien otra vez. Me agradecía los momentos bonitos pero también me decía que mi mentira le había recordado todas las veces que la vida le había dado la espalda por no tener dinero ni apellido importante.

Ahora paso las noches mirando la ciudad desde mi ventana, preguntándome si alguna vez podré reparar el daño que hice. ¿Vale la pena esconder quién eres por miedo a no ser amado? ¿O es peor perderlo todo por no atreverte a mostrarte tal cual eres?

¿Ustedes qué harían? ¿Perdonarían una mentira así o creen que hay cosas que no se pueden reparar?