La Belleza que No se Ve: Confesiones de un Hombre que Amó Más Allá de las Apariencias
—¿Por qué no puedes mirarme a los ojos cuando te hablo, Mariana? —le pregunté, sintiendo cómo mi voz temblaba entre la rabia y la tristeza.
Ella bajó la mirada, sus pestañas largas temblando como si quisieran esconderse del mundo. El maquillaje perfecto, los labios delineados con precisión, el vestido ajustado que tanto le costó conseguir en las rebajas del centro. Todo en ella gritaba perfección, pero yo sentía que me ahogaba en una mentira.
Mi nombre es Julián, tengo treinta y dos años y nací en Medellín, en un barrio donde las apariencias lo son todo. Desde niño aprendí que la gente te mide por la ropa que usas, el celular que cargas y la pareja que tienes al lado. Mi mamá siempre decía: “Mijo, si va a traer una novia a la casa, que sea bonita y bien presentada”. Yo nunca entendí por qué eso era tan importante hasta que conocí a Mariana.
La primera vez que la vi fue en una fiesta de cumpleaños de mi primo Andrés. Ella llegó tarde, como si supiera que todos la estaban esperando. Los hombres la miraban con deseo y las mujeres con envidia. Yo solo pensé: “Esa mujer nunca se va a fijar en alguien como yo”. Pero me equivoqué.
Nos conocimos entre risas y cervezas. Ella era divertida, inteligente y tenía una sonrisa que iluminaba cualquier cuarto. Me enamoré rápido, sin darme cuenta de que estaba cayendo en una trampa tejida por las expectativas de una sociedad obsesionada con la belleza.
Al principio todo era perfecto. Mariana siempre estaba impecable: uñas hechas, cabello planchado, ropa nueva cada semana. Mis amigos me felicitaban: “¡Julián, te sacaste la lotería!”. Mi mamá no podía estar más orgullosa. Pero algo no encajaba. Había momentos en los que Mariana parecía ausente, como si estuviera luchando contra un monstruo invisible.
Una noche, después de una pelea absurda por una foto que subí con mis primas, Mariana explotó:
—¿Tú sabes lo que es sentirse fea toda la vida? ¿Tú sabes lo que es mirarse al espejo y odiar lo que ves?
Me quedé callado. Nunca había pensado en eso. Para mí, Mariana era hermosa. Pero esa noche vi el dolor detrás de su perfección.
Con el tiempo empecé a notar cosas: Mariana no salía de casa sin maquillaje, evitaba las fotos espontáneas y se ponía nerviosa si alguien la veía sin arreglar. Un día llegué temprano a su apartamento y la encontré llorando frente al espejo, rodeada de cremas y productos de belleza.
—¿Por qué haces esto? —le pregunté suavemente.
—Porque si no soy bonita, nadie me va a querer —susurró.
Sentí un nudo en la garganta. Recordé a mi hermana menor, Valeria, llorando porque sus compañeras del colegio le decían “gorda”. Recordé a mi mamá criticando su propio cuerpo frente al espejo. ¿Cuándo nos convencieron de que solo merecemos amor si cumplimos con un estándar imposible?
Intenté hablar con Mariana sobre lo que sentía, sobre cómo yo la amaba por su risa, por su forma de ver el mundo, por cómo me hacía sentir menos solo. Pero ella no podía creerme. Había crecido escuchando que el amor era para las bonitas, para las perfectas.
Las cosas empeoraron cuando Mariana empezó a gastar dinero que no tenía en tratamientos estéticos. Se endeudó para ponerse botox, para hacerse las uñas en un salón caro, para comprar ropa de marca. Yo trataba de ayudarla, pero cada vez que le decía que no necesitaba nada de eso para ser amada, ella se alejaba más.
Una tarde, después de otra discusión sobre dinero, Mariana me gritó:
—¡Tú no entiendes nada! ¡Tú eres hombre! ¡A ti nadie te exige ser perfecto!
Me quedé helado. ¿Era cierto? ¿Acaso yo también estaba atrapado en esa red de apariencias? Recordé todas las veces que fingí tener más dinero del que realmente tenía para impresionar a mis amigos o a mi familia. Recordé cómo me sentía menos hombre cuando no podía invitar a Mariana a un restaurante caro o comprarle un regalo bonito.
Esa noche me fui a dormir pensando en todo lo que habíamos perdido por tratar de ser quienes no éramos. Pensé en mi papá, un hombre sencillo que siempre decía: “La belleza se acaba, pero el alma queda”. Nunca le hice caso hasta ahora.
Un día decidí invitar a Mariana a caminar por el parque Arví. Le pedí que fuera sin maquillaje, solo ella y yo, sin máscaras. Al principio se negó, pero después aceptó con miedo.
Caminamos entre los árboles, respirando aire puro. Por primera vez vi a Mariana tal como era: con ojeras, pecas y una sonrisa tímida pero real. Hablamos durante horas sobre nuestros miedos, nuestras inseguridades y lo difícil que es vivir en un mundo donde todos esperan algo de ti.
—¿Y si dejamos de fingir? —le propuse—. ¿Y si nos amamos así como somos?
Mariana lloró en silencio y me abrazó fuerte. Por un momento sentí que todo podía cambiar.
Pero la realidad es dura. Las presiones sociales no desaparecen de un día para otro. Mariana siguió luchando contra sus demonios y yo contra los míos. Hubo días buenos y días malos. A veces nos perdíamos en discusiones tontas sobre cosas superficiales; otras veces nos encontrábamos en conversaciones profundas sobre lo que realmente importa.
Un año después nuestra relación terminó. No porque dejáramos de amarnos, sino porque entendimos que primero teníamos que aprender a amarnos a nosotros mismos antes de poder amar al otro sin condiciones.
Hoy veo a Mariana de vez en cuando en redes sociales. A veces sube fotos sin maquillaje y otras veces vuelve a esconderse detrás de filtros y poses perfectas. Yo también sigo luchando con mis propias inseguridades.
Pero aprendí algo importante: la belleza verdadera no se ve en el espejo ni en las fotos de Instagram. Está en la forma en que te ríes cuando nadie te mira, en cómo enfrentas tus miedos y en la honestidad con la que vives tu vida.
A veces me pregunto: ¿Cuántos amores verdaderos se pierden por miedo a mostrarnos tal como somos? ¿Cuánto daño nos hacemos por tratar de encajar en moldes ajenos?
¿Y tú? ¿Te animarías a amar —y dejarte amar— sin máscaras?