La herida que nunca cierra: El día que volví a ver a la otra mujer
—¿Por qué lo hiciste, Ernesto? —le pregunté aquella noche, con la voz quebrada y las manos temblorosas sobre la mesa de la cocina. Él no me miraba. Jugaba con el celular, ese mismo aparato que minutos antes había dejado descuidadamente sobre el mantel floreado de mi madre. Fue ahí donde vi el mensaje: «Te extraño. No puedo dejar de pensar en ti». Dos líneas, nada más. Pero suficientes para destruir veinte años de matrimonio.
No recuerdo haber llorado tanto en mi vida. Ni siquiera cuando murió mi papá, ni cuando perdí aquel trabajo en la tienda del centro. El dolor de la traición es distinto; es como si te arrancaran algo de adentro y lo pisotearan frente a ti. Esa noche, Ernesto solo atinó a decir: —No sé qué decirte, Lucía. Fue un error.
Un error. Así le llaman los hombres a la cobardía, pensé. Pero no dije nada más. Me encerré en el baño y me miré al espejo: los ojos hinchados, el cabello desordenado, la piel marcada por los años y las preocupaciones. ¿En qué momento me convertí en esta mujer? ¿En qué momento dejé de ser suficiente?
Los días siguientes fueron un infierno. Mis hijos, Valeria y Tomás, notaron el ambiente tenso en casa. Valeria tenía quince años y ya sospechaba algo; Tomás, con sus once, solo buscaba mi abrazo cada noche antes de dormir. Yo fingía normalidad, pero por dentro me estaba desmoronando.
Mi hermana Mariana fue la primera en enterarse. —No eres la primera ni serás la última —me dijo mientras me preparaba un café en su departamento de la colonia Roma—. Pero eso no significa que tengas que aguantarlo.
—¿Y qué hago? ¿Lo dejo? ¿Deshago todo por lo que luché? —le respondí entre sollozos.
—Haz lo que te haga feliz, Lucía. Pero no te olvides de ti misma.
Pasaron los meses y, aunque Ernesto juró que todo había terminado con esa mujer —una tal Gabriela, compañera suya del banco—, yo nunca pude volver a confiar del todo. La herida seguía ahí, latente, como una cicatriz mal cerrada que duele con cada cambio de clima.
Intenté seguir adelante por mis hijos, por la familia, por las apariencias. En las reuniones familiares fingía sonreír; en las noches me desvelaba pensando si él estaría escribiéndole a otra mujer. A veces me preguntaba si todas las mujeres latinoamericanas cargamos con este miedo: el miedo a no ser suficientes, a ser reemplazadas sin previo aviso.
Años después, cuando creí que todo estaba enterrado, el destino decidió jugarme una mala pasada. Fue en el supermercado del barrio, un sábado cualquiera. Yo estaba escogiendo jitomates cuando escuché una voz detrás de mí:
—¿Lucía?
Me giré y ahí estaba ella: Gabriela. No era como la imaginé tantas veces en mis pesadillas. No era más joven ni más bonita; era una mujer común, con ojeras profundas y una tristeza en los ojos que reconocí al instante.
Por un momento no supe qué hacer. Quise salir corriendo, pero mis piernas no respondieron.
—Gabriela —dije apenas, sintiendo cómo se me apretaba el pecho.
Ella bajó la mirada y suspiró.
—Sé que no tienes ninguna razón para hablarme… pero necesito decirte algo —su voz temblaba tanto como la mía aquella noche fatídica.
No respondí. Solo asentí con la cabeza y seguimos caminando hasta una cafetería cercana. Nos sentamos frente a frente; dos mujeres marcadas por el mismo hombre.
—No vengo a pedirte perdón —empezó ella—. Sé que lo que hice estuvo mal y no hay excusa que valga… Pero quiero que sepas que yo también fui engañada.
La miré confundida.
—Ernesto me dijo que estaba separado… Que solo vivía contigo por los niños… Que tú ya no lo querías…
Sentí rabia, pero también una extraña compasión. ¿Cuántas veces había escuchado esa historia en boca de otras mujeres? ¿Cuántas veces nos han hecho creer que somos las culpables?
Gabriela continuó:
—Cuando descubrí la verdad, lo dejé todo. Perdí mi trabajo en el banco porque no soportaba verlo todos los días… Mi familia me dio la espalda… Y aún hoy me pregunto si alguna vez fui suficiente para alguien.
Nos quedamos en silencio largo rato. Afuera llovía y las gotas golpeaban el cristal como si quisieran entrar y mojarlo todo.
—¿Alguna vez lograste perdonarlo? —me preguntó finalmente.
Pensé en mis hijos, en las noches solitarias, en las veces que fingí estar bien para no preocupar a nadie.
—No lo sé —respondí con honestidad—. Hay días en los que creo que sí… Y otros en los que el dolor vuelve como si todo hubiera pasado ayer.
Gabriela asintió y se levantó para irse. Antes de salir, se detuvo y me miró a los ojos:
—No somos responsables de las mentiras de otros… Pero sí podemos decidir cómo seguir adelante.
La vi alejarse bajo la lluvia y sentí una mezcla extraña de alivio y tristeza. Tal vez nunca olvide lo que pasó; tal vez nunca sane del todo esta herida. Pero al menos ahora sé que no estoy sola.
Al volver a casa esa noche, abracé a mis hijos más fuerte que nunca y miré a Ernesto con otros ojos: ya no desde el dolor ni desde el rencor, sino desde la certeza de que yo merezco algo mejor.
¿Hasta cuándo vamos a cargar con culpas ajenas? ¿Cuántas mujeres más tendrán que pasar por esto antes de aprender a amarse primero a sí mismas?