La noche que mi suegra destruyó mi hogar
—¡No te hagas la inocente, Mariana! ¡Yo te vi!— gritó doña Rosa, su voz retumbando en la sala como un trueno en plena tormenta. Eran casi las once de la noche y el calor húmedo de Veracruz se pegaba a la piel como una segunda ropa. Mi esposo, Javier, estaba sentado en el sillón, con los puños apretados y la mirada clavada en el suelo. Yo temblaba, no sabía si de rabia o de miedo.
—¿Qué viste, mamá?— preguntó Javier, su voz apenas un susurro, como si temiera la respuesta.
—¡Vi a Mariana abrazando a ese hombre en la esquina! ¡A ese tal Mauricio!— sentenció doña Rosa, cruzándose de brazos con una sonrisa amarga. Sentí cómo el mundo se me venía encima. Mauricio era mi primo lejano, que había venido de Puebla a visitarnos después de años sin vernos. Pero doña Rosa nunca lo quiso, decía que era «demasiado confianzudo».
—Eso no es cierto, Javier. Mauricio es mi primo, tú lo sabes— dije, intentando mantener la calma, aunque las lágrimas ya me ardían en los ojos.
Pero Javier no me miró. Su silencio fue más doloroso que cualquier grito. Sentí que el aire se volvía denso, irrespirable. Mi hija Sofía, de apenas seis años, se asomó desde el pasillo con sus grandes ojos negros llenos de miedo. Quise correr a abrazarla, pero mis piernas no respondían.
Esa noche fue el principio del fin. Doña Rosa no dejó de repetir su versión a todos los vecinos, a mis cuñadas, a las amigas del mercado. En cuestión de días, mi nombre estaba manchado. Las miradas en la calle cambiaron; las vecinas ya no me saludaban igual. Javier empezó a llegar tarde del trabajo y cuando llegaba, apenas me dirigía la palabra.
Una tarde, mientras preparaba arroz en la cocina, escuché a doña Rosa hablando por teléfono en voz baja:
—Te lo juro, hija, esa mujer nunca me convenció. Desde que llegó a esta casa supe que algo escondía. Pobrecito mi Javi…
Me hervía la sangre. ¿Por qué tanto odio? ¿Por qué esa necesidad de destruirme? Recordé cuando Javier y yo nos conocimos en la universidad; él era tímido y dulce, siempre atento conmigo. Pero desde que nos casamos y nos mudamos con su mamá por falta de dinero, todo cambió. Doña Rosa nunca aceptó que su hijo tuviera otra mujer en su vida.
Una noche, después de semanas de tensión insoportable, enfrenté a Javier:
—¿De verdad crees que te traicioné? ¿Después de todo lo que hemos pasado juntos?
Él me miró por fin, pero sus ojos estaban llenos de dudas y cansancio.
—No lo sé, Mariana… Mi mamá dice que te vio… Y tú sabes cómo es este pueblo; la gente habla…
Sentí que me partía en dos. ¿Cómo podía dudar de mí? ¿Cómo podía dejar que los chismes y los prejuicios fueran más fuertes que nuestro amor?
Las peleas se hicieron diarias. Doña Rosa aprovechaba cada discusión para meter más leña al fuego:
—¿Ves? Eso pasa cuando uno confía en cualquiera…
Hasta Sofía empezó a notar el ambiente pesado. Una noche la encontré llorando bajo las sábanas.
—¿Por qué ya no me abrazas como antes, mami?— me preguntó con voz temblorosa.
No supe qué responderle. Me sentí la peor madre del mundo.
Un día decidí buscar a Mauricio para aclarar todo frente a Javier y su mamá. Lo cité en la plaza del pueblo y le pedí que explicara lo sucedido.
—Javier, doña Rosa… Yo solo vine a ver a mi prima después de años. Nos abrazamos porque somos familia… No entiendo por qué tanto problema— dijo Mauricio, visiblemente incómodo.
Pero doña Rosa no cedió:
—¡Eso dices tú! Pero yo sé lo que vi…
Javier seguía dudando. Sentí que ya nada podía salvarnos.
La gota que derramó el vaso fue una noche en la que Javier llegó borracho y me gritó delante de Sofía:
—¡Eres una mentirosa! ¡Nunca debí confiar en ti!
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Al día siguiente hice mis maletas y me fui con Sofía a casa de mi hermana Lucía en Xalapa. Doña Rosa ni siquiera salió a despedirse; Javier solo me miró desde la ventana con los ojos rojos.
Los primeros días fueron un infierno. Sofía preguntaba por su papá todas las noches y yo sentía un vacío imposible de llenar. Mi hermana intentaba animarme:
—Tarde o temprano se va a dar cuenta de quién es su madre…
Pero yo solo pensaba en todo lo perdido: los sueños compartidos, las risas en familia, los domingos de comida juntos… Todo destruido por una mentira y por el veneno del chisme.
Pasaron los meses y Javier nunca llamó. Supe por conocidos que doña Rosa seguía hablando mal de mí en el pueblo. Algunas amigas dejaron de buscarme; otras me apoyaron en silencio.
Un día recibí una carta de Javier. Decía que lo sentía, que no sabía en quién creer pero que necesitaba tiempo para pensar. No mencionó ni una sola vez a Sofía.
Me dolió más de lo que imaginé. ¿Cómo podía un hombre dejarse manipular así? ¿Por qué preferir creerle a su madre antes que a la mujer con la que formó una familia?
Hoy han pasado dos años desde aquella noche fatídica. Sofía ha crecido fuerte y valiente; yo he aprendido a vivir con el dolor y la soledad. A veces sueño con Javier y con lo que pudo haber sido nuestra vida si hubiera confiado en mí.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias más se han destruido por culpa del chisme y la desconfianza? ¿Cuántas mujeres han sido juzgadas injustamente solo por no ser las nueras perfectas?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían una traición así o seguirían adelante como yo?