La traición de dos amores: El día que mi mundo se rompió

—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Julián? —pregunté, tratando de mantener la voz firme mientras el reloj marcaba las once y media de la noche. Él ni siquiera me miró a los ojos; dejó las llaves sobre la mesa y murmuró algo sobre el tráfico y el trabajo en la constructora. Pero yo ya sabía que algo no estaba bien. Lo sentía en el aire, en la forma en que evitaba mi mirada, en cómo su abrazo se había vuelto frío y distante.

Durante veinte años, creí que nuestra vida era como la de cualquier familia de clase media en Medellín: llena de luchas, pero también de amor y complicidad. Nos conocimos en la universidad, cuando yo vendía empanadas para pagarme los estudios y él soñaba con tener su propia empresa. Juntos construimos un hogar, criamos a nuestros dos hijos, Sofía y Matías, y compartimos sueños y miedos. Siempre pensé que éramos un equipo invencible.

Pero esa noche, mientras Julián se duchaba y yo recogía su camisa del suelo, noté un perfume dulce y desconocido impregnado en la tela. No era el mío. Mi corazón latió tan fuerte que sentí que iba a desmayarme. Me senté en la cama, apretando la camisa contra el pecho, y por primera vez en años, lloré en silencio.

La sospecha se volvió obsesión. Empecé a revisar su celular cuando él dormía, a buscar pistas en sus conversaciones de WhatsApp. Fue entonces cuando vi su nombre: Camila. Mi mejor amiga desde la infancia, la madrina de Sofía, la hermana que nunca tuve. Mensajes llenos de complicidad, bromas privadas, frases cariñosas que nunca me había dirigido a mí en meses. Sentí náuseas. ¿Cómo no lo vi antes?

Una tarde, mientras tomábamos café en la terraza de mi casa, Camila me miró con esos ojos grandes y sinceros que siempre me habían dado confianza.

—¿Estás bien, Isa? Te noto rara últimamente —me dijo.

Quise gritarle en la cara todo lo que sabía, pero solo pude sonreír y decirle que estaba cansada. Me sentí una cobarde. ¿Cómo podía enfrentarla? ¿Cómo podía enfrentar a Julián?

El día que todo explotó fue el cumpleaños de Matías. La casa estaba llena de globos y risas infantiles. Camila llegó con un regalo enorme y una sonrisa aún más grande. Julián no dejaba de mirarla desde el otro lado del salón. Fue Sofía quien me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—Mamá, ¿por qué papá mira así a la tía Camila?

Sentí que el mundo se detenía. No podía seguir fingiendo. Esa noche, después de que todos se fueron y los niños dormían, enfrenté a Julián.

—¿Hace cuánto me engañas con Camila? —le pregunté sin rodeos.

Él palideció. Por un momento pensé que iba a negarlo todo, pero bajó la cabeza y empezó a llorar como un niño.

—No sé cómo pasó… —balbuceó—. Me sentía solo… Camila estaba ahí…

—¡¿Y yo?! —grité— ¿Acaso no estaba yo también? ¡Siempre estuve!

Esa noche dormí en el sofá. Al día siguiente, Camila vino a buscarme. Lloraba desconsolada.

—Perdóname, Isa… No sé cómo llegamos a esto… Nunca quise hacerte daño…

No pude mirarla. Sentí rabia, tristeza y una soledad tan profunda que pensé que me ahogaría.

Los días siguientes fueron una pesadilla. La familia de Julián me culpaba por no haberlo «cuidado» lo suficiente; mi mamá me decía que debía perdonar «por los niños»; mis amigas se dividieron entre las que me apoyaban y las que preferían no meterse. En el barrio todos murmuraban. En el trabajo no podía concentrarme; cada vez que sonaba el celular temía recibir otro mensaje devastador.

Los niños también sufrieron. Sofía dejó de hablarme por semanas; Matías empezó a tener pesadillas y a mojar la cama otra vez. Me sentí una fracasada como madre y como mujer.

Un día, mientras caminaba por el parque para despejarme, una vecina se me acercó.

—Isa, eres fuerte —me dijo—. No dejes que esto te destruya.

Sus palabras me hicieron llorar otra vez, pero también me dieron fuerzas para buscar ayuda profesional. Empecé terapia; aprendí a poner límites y a pensar primero en mí misma. Poco a poco recuperé mi dignidad y mi autoestima.

Julián intentó volver varias veces; decía que me amaba, que Camila había sido solo un error. Pero yo ya no era la misma mujer sumisa de antes. Le pedí el divorcio. Fue duro, pero necesario.

Camila desapareció de mi vida sin despedirse. A veces la veo en el supermercado o en alguna reunión del colegio; baja la mirada y se va rápido. Yo respiro hondo y sigo adelante.

Hoy, dos años después, sigo reconstruyendo mi vida con mis hijos. No ha sido fácil; hay días en los que todavía lloro al recordar lo perdido. Pero también hay días en los que sonrío al ver lo lejos que he llegado sola.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven esto en silencio? ¿Cuántas callan por miedo al qué dirán o por no romper la familia? ¿Vale la pena sacrificar nuestra felicidad por mantener una apariencia?

¿Y tú? ¿Qué harías si tu mejor amiga te traicionara así? ¿Perdonarías o seguirías adelante sola?