Las milanesas que lo cambiaron todo: La historia de Eliana y Pablo
—¡No puedo más, Eliana! ¡No te amo! —retumbó la voz de Martín en el comedor, mientras la olla de arroz hervía y el olor a cebolla frita llenaba el aire. Me quedé petrificada, con la cuchara de madera en la mano y el corazón en la garganta. Mis hijos, Lucía y Tomás, miraban desde la puerta, sus ojos grandes y asustados. No supe qué decir. Solo atiné a dejar la cuchara sobre la mesa y salir, como si el aire fresco de la noche pudiera limpiar el veneno de sus palabras.
Caminé hasta el almacén de Don Ernesto, ese que queda en la esquina, donde todos los vecinos se saludan y las cuentas se anotan en una libreta. Iba por milanesas para la cena, pero lo que encontré fue mucho más que carne empanizada. Allí estaba Pablo, el hermano menor de mi amiga Mariana, a quien no veía desde hacía años. Había regresado de Mendoza hacía poco, después de un divorcio complicado. Nos saludamos con ese abrazo incómodo de quienes comparten un pasado lejano y un presente lleno de heridas.
—¿Todo bien, Eli? —preguntó Pablo, notando mis ojos rojos.
—¿Vos decís? —le respondí, intentando sonreír.
Nos quedamos charlando entre góndolas de fideos y latas de tomate. Le conté lo justo: que Martín estaba raro, que en casa había tensión. No le dije que mi mundo acababa de romperse en mil pedazos. Pablo me escuchó con esa paciencia que siempre tuvo, como si supiera que a veces uno solo necesita ser escuchado.
Volví a casa con las milanesas y una sensación extraña en el pecho. Martín ya no estaba. Los chicos cenaron en silencio. Esa noche lloré en la cocina, preguntándome cómo se sigue cuando el amor se va sin avisar.
Los días siguientes fueron un infierno. Martín se mudó con su madre y dejó una nota fría sobre la mesa: “Necesito tiempo”. Mi suegra me llamó para decirme que seguramente yo tenía la culpa, que nunca supe cuidar a su hijo. Mi mamá vino desde La Plata para ayudarme con los chicos, pero solo trajo reproches: “¿Cómo vas a dejar que se te vaya el marido? ¿Y ahora qué vas a hacer?”
Me sentí sola como nunca antes. En el barrio todos murmuraban. La señora Rosa me miraba con lástima desde su ventana, y las amigas de Martín cruzaban la calle para no saludarme. Solo Mariana y Pablo se acercaron. Mariana me invitaba a tomar mate en su patio, mientras Pablo jugaba al fútbol con Tomás o ayudaba a Lucía con la tarea.
Una tarde, mientras colgaba ropa en el patio, escuché a mi mamá discutir con mi hija:
—Tu papá se fue porque tu mamá no supo ser buena esposa —decía ella.
Lucía lloraba bajito. Sentí una rabia inmensa. Salí y enfrenté a mi madre:
—¡Basta! No voy a permitir que sigas diciendo esas cosas delante de mis hijos.
Ella me miró como si yo fuera una extraña.
—¿Y qué querés que haga? Así son las cosas —respondió encogiéndose de hombros.
Esa noche decidí que tenía que empezar de nuevo. Busqué trabajo en una panadería del barrio. Me levantaba a las cinco para amasar medialunas y volvía al mediodía oliendo a levadura y cansancio. Los chicos empezaron a sonreír otra vez. Pablo pasaba por la panadería a comprar facturas y siempre dejaba una flor envuelta en servilleta sobre el mostrador.
Un sábado, Pablo me invitó a tomar un café en la plaza. Dudé mucho antes de aceptar. Sentía culpa: ¿cómo podía pensar en otra persona si todavía dolía tanto lo de Martín? Pero Pablo fue paciente. Hablamos horas bajo los jacarandás florecidos.
—No tenés que decidir nada ahora —me dijo—. Solo quiero que sepas que estoy acá.
La noticia corrió rápido por el barrio: “Eliana anda con Pablo”. Mi suegra llamó furiosa:
—¡Sos una cualquiera! Ni siquiera esperaste a que Martín volviera.
Martín también apareció una tarde, borracho y furioso:
—¿Así que ya tenés reemplazo? ¡Qué rápido te olvidaste!
Me temblaban las manos pero lo enfrenté:
—Vos fuiste el que se fue, Martín. Yo solo estoy tratando de seguir adelante.
Él se fue dando un portazo. Esa noche lloré otra vez, pero esta vez no era tristeza: era alivio. Por primera vez sentí que podía respirar sin miedo.
Pablo se convirtió en parte de nuestra vida poco a poco. Jugaba con los chicos, cocinaba conmigo los domingos y hasta ayudó a pintar el cuarto de Lucía. Mi mamá seguía sin aceptar la situación, pero al menos ya no discutía delante de los chicos.
Un día recibí una carta del juzgado: Martín pedía la tenencia compartida de los chicos. Sentí terror: ¿y si me los quitaban? Pablo me acompañó a todas las audiencias. El juez escuchó a los chicos y decidió que lo mejor era que vivieran conmigo pero vieran a su papá los fines de semana.
La vida empezó a acomodarse lentamente. Conseguí un mejor trabajo en una librería del centro. Los chicos estaban más tranquilos. Mi mamá empezó a aceptar a Pablo cuando vio cómo cuidaba a sus nietos.
A veces pienso en esa noche en la que salí por milanesas sin saber que todo iba a cambiar para siempre. Si Martín no hubiera gritado su verdad, quizás seguiría viviendo una mentira cómoda pero vacía. Pablo llegó cuando más lo necesitaba, sin promesas ni exigencias, solo con su presencia tranquila y su risa fácil.
Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas por miedo al qué dirán? ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de ser felices por culpa del pasado? Yo elegí empezar de nuevo, aunque doliera, aunque todos juzgaran.
¿Y vos? ¿Te animarías a dejar atrás lo que te hace mal para buscar tu propia felicidad?