Las puertas de la traición

—¿Por qué está esa maleta junto a la puerta? —me pregunté en voz baja, apenas cerrando tras de mí la puerta del apartamento. El eco de mis pasos resonó en el pasillo vacío, y el olor a café frío me golpeó antes que cualquier saludo. Había soñado con este momento durante los tres meses que pasé trabajando en la construcción en Barranquilla, bajo el sol ardiente y la nostalgia que me carcomía cada noche. Volvía a casa, a Medellín, con el sueldo completo en el bolsillo y el corazón rebosante de ilusiones para Camila, mi esposa, y nuestro hijo pequeño, Samuel.

Pero algo estaba mal. El silencio era demasiado denso, como si la casa misma contuviera el aliento. Dejé la mochila en el suelo y avancé hacia la sala. Allí estaba Camila, sentada en el sofá, con los ojos hinchados y la mirada perdida en la ventana. No me miró al entrar.

—¿Camila? —mi voz tembló, entre la alegría y el miedo.

Ella giró apenas el rostro. Vi lágrimas secas en sus mejillas. En ese instante supe que algo se había roto.

—Tenemos que hablar, Andrés —dijo con voz apagada.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Me senté frente a ella, dejando el sobre con el dinero sobre la mesa como si fuera una ofrenda inútil.

—¿Qué pasa? ¿Samuel está bien?

—Samuel está con mi mamá —respondió sin mirarme—. No quiero que escuche esto.

El silencio volvió a caer entre nosotros. Afuera, los buses retumbaban por la avenida 80, indiferentes a mi tragedia privada.

—Andrés… —empezó, y su voz se quebró—. Yo… cometí un error. No sé cómo explicarlo. Estaba sola, me sentía abandonada…

No necesitaba más palabras. El dolor me atravesó como un machete. Cerré los ojos y vi todos los días de trabajo bajo el sol, las noches sin dormir pensando en ella y en Samuel, los sueños de una vida mejor… Todo se desmoronaba.

—¿Con quién? —pregunté casi sin voz.

—Con Julián… —susurró—. Fue solo una vez, pero…

Julián. El vecino del piso de arriba. El que siempre se ofrecía a ayudar cuando yo no estaba. Sentí rabia, vergüenza y una tristeza infinita.

—¿Y ahora qué? —pregunté, sin saber si quería oír la respuesta.

Camila rompió a llorar. Me contó cómo la soledad se le metió en los huesos, cómo cada llamada mía desde Barranquilla era un recordatorio de lo lejos que estaba. Me habló de sus miedos, de las cuentas por pagar, del peso de criar sola a Samuel mientras yo perseguía un salario digno para pagar el arriendo y llenar la nevera.

—No quiero perderte —sollozó—. Pero tampoco puedo seguir fingiendo que nada pasó.

Me levanté y caminé hasta la ventana. Desde allí veía las montañas que rodean Medellín, cubiertas de nubes bajas. Pensé en mi madre, en cómo luchó sola cuando mi papá se fue a Venezuela buscando trabajo y nunca volvió. Pensé en Samuel, en lo que significaría para él crecer entre dos padres rotos por la desconfianza.

La rabia me quemaba por dentro, pero también sentía culpa. ¿Acaso no era yo responsable por haber dejado sola a Camila tanto tiempo? ¿Por haber puesto el dinero por encima del amor?

Esa noche dormí en el sofá. No pude pegar un ojo. Escuchaba los sollozos ahogados de Camila desde la habitación y me preguntaba si alguna vez podríamos volver a ser los mismos.

Al día siguiente fui a ver a Samuel a casa de mi suegra. Cuando me vio entrar corrió a abrazarme con esa inocencia que solo tienen los niños pequeños.

—¿Te quedas esta vez, papá? —me preguntó con una sonrisa inmensa.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle que su mundo estaba a punto de cambiar?

Mi suegra me miró con compasión y me sirvió un tinto fuerte.

—Mijo, nadie está preparado para esto —me dijo en voz baja—. Pero piense bien antes de tomar una decisión. Samuel los necesita a los dos.

Regresé al apartamento al atardecer. Camila estaba sentada en el suelo del cuarto de Samuel, abrazando uno de sus peluches.

—¿Qué vamos a hacer? —me preguntó sin levantar la vista.

Me senté junto a ella. Por primera vez desde que llegué, tomé su mano.

—No lo sé —admití—. Pero quiero intentarlo. Por Samuel… y por nosotros.

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Dormíamos en camas separadas; las palabras eran cuchillos afilados o silencios insoportables. En el barrio empezaron los rumores: que Camila había sido vista con Julián; que yo era un bobo por perdonarla; que seguro Samuel ni siquiera era mi hijo.

Una tarde Julián apareció en la portería del edificio. Quise golpearlo, pero solo pude mirarlo con desprecio mientras él bajaba la cabeza y murmuraba una disculpa cobarde antes de desaparecer para siempre del edificio.

Camila buscó ayuda en la iglesia del barrio; yo empecé terapia con un psicólogo comunitario que atendía gratis los sábados en la Casa de la Cultura. Hablamos mucho sobre el perdón, sobre las heridas invisibles que deja la pobreza y la migración interna forzada por la falta de oportunidades.

Poco a poco, aprendimos a hablarnos sin gritar ni llorar. Aprendimos que el amor no es solo pasión ni promesas bonitas: es también resistir juntos cuando todo parece perdido.

Un día cualquiera, mientras Samuel jugaba con sus carritos en el piso, Camila me miró y sonrió tímidamente por primera vez en meses.

—Gracias por quedarte —susurró.

No respondí enseguida. Miré a mi hijo y pensé en todo lo que había perdido… y todo lo que aún podía salvarse si tenía el valor de perdonar de verdad.

Hoy no sé si alguna vez podré olvidar lo que pasó. Pero sí sé que nadie está libre de caer cuando la vida aprieta fuerte y el amor se pone a prueba cada día. ¿Cuántas familias como la mía han tenido que elegir entre sobrevivir o ser felices? ¿Y tú… qué harías si estuvieras en mi lugar?