Lecciones de un Amor Perdido: Reflexiones de Mariana sobre el Respeto y los Límites

—¿Hasta cuándo vas a dejar que te hable así, Mariana? —la voz de mi abuela Rosa retumbaba en mi cabeza mientras miraba el reflejo cansado de mis ojos en el espejo del baño.

Esa noche, la casa estaba en silencio, pero dentro de mí rugía una tormenta. Afuera, la lluvia golpeaba los techos de lámina del barrio San Martín, en las afueras de Ciudad de México. Adentro, yo me sostenía del lavabo, temblando, intentando no llorar. Había discutido con Andrés otra vez. La discusión había comenzado por algo tan trivial como la hora en que llegué del trabajo, pero terminó con gritos y puertas azotadas. «Siempre haces lo que quieres, Mariana. Nunca piensas en mí», me había dicho, con esa mirada fría que me hacía sentir pequeña.

Me pregunté cuándo fue que empecé a justificar sus palabras. Recordé la primera vez que lo llevé a casa de mi abuela. Rosa lo miró con esos ojos sabios y me tomó la mano cuando él no veía. «Cuida tu corazón, hija. El amor no duele así», susurró. Yo reí nerviosa, convencida de que ella exageraba. Andrés era cariñoso cuando quería, detallista a veces. Pero últimamente, sus detalles se habían vuelto migajas y sus palabras, cuchillos.

Esa noche, después de la pelea, me senté en la cama abrazando las rodillas. El celular vibró: era un mensaje de mi mejor amiga, Lucía. «¿Todo bien? Te escuché llorar desde el pasillo». No respondí. Me daba vergüenza admitir que otra vez había permitido que Andrés cruzara una línea.

Al día siguiente, la rutina me arrastró como siempre: el metro atestado, el jefe gritón en la oficina de contabilidad, los clientes impacientes. Pero ese día algo cambió. En el almuerzo, Lucía se sentó frente a mí y me miró fijo.

—Mariana, ¿por qué aguantas esto? —preguntó sin rodeos—. No eres la misma desde que estás con él.

Sentí un nudo en la garganta. Quise defenderlo, decir que estaba estresado por el trabajo o que yo también tenía mis fallas. Pero las palabras no salieron. Solo pude encogerme de hombros.

—Mi abuela dice que una mujer debe saber cuándo irse —murmuré—. Pero yo… no sé si puedo.

Lucía apretó mi mano. —Claro que puedes. Solo tienes miedo.

Esa tarde volví a casa más temprano. Andrés no estaba. Caminé por el departamento pequeño que compartíamos desde hacía un año: las fotos sonrientes en la pared, los recuerdos de viajes cortos a Cuernavaca y Veracruz, los libros que nunca leímos juntos. Todo parecía ajeno.

Me senté en la mesa y llamé a mi abuela.

—¿Qué pasa, Marianita? —su voz era un bálsamo—. Te escucho triste.

No pude evitarlo: lloré como cuando era niña y me caía jugando en la calle.

—Abue… siento que me estoy perdiendo —confesé—. Andrés ya no es el mismo. Yo tampoco.

—El amor es para crecer, no para encogerse —dijo ella—. Si tienes que hacerte chiquita para caber en su vida, ese lugar no es tuyo.

Colgué sintiendo un poco más de fuerza en el pecho. Esa noche, cuando Andrés llegó, intenté hablar con él.

—Andrés, tenemos que hablar —dije mientras él dejaba las llaves sobre la mesa.

Él bufó.—¿Otra vez vas a empezar?

—No es empezar —respondí con voz temblorosa—. Es terminar.

Se rió con desprecio.—¿Vas a dejarme? ¿Después de todo lo que he hecho por ti?

Sentí rabia y tristeza mezcladas.—No quiero pelear más. No quiero sentirme menos cada vez que discutimos.

Él se acercó demasiado.—No vas a encontrar a nadie mejor que yo.

Por primera vez en meses lo miré a los ojos sin miedo.—Prefiero estar sola que seguir perdiéndome contigo.

Esa noche dormí en casa de Lucía. Al día siguiente recogí mis cosas mientras Andrés no estaba. Lloré al ver las fotos, pero sentí alivio al cerrar la puerta detrás de mí.

Los días siguientes fueron difíciles: preguntas incómodas de mi mamá en Veracruz, chismes de vecinos curiosos, noches largas llenas de dudas y culpa. Pero también hubo pequeños milagros: desayunos con Lucía riendo hasta llorar, mensajes de mi abuela recordándome lo valiosa que soy, tardes leyendo en paz sin miedo a gritos ni reproches.

Un domingo fui al mercado con mi abuela. Caminamos entre los puestos de flores y frutas frescas; ella me compró un ramo de girasoles.

—¿Sabes por qué me gustan los girasoles? —preguntó sonriendo—. Porque siempre buscan la luz.

La abracé fuerte.

Hoy han pasado seis meses desde esa noche. A veces extraño lo bueno que hubo con Andrés; sería mentira decir que no duele recordar los momentos felices. Pero ahora entiendo lo que mi abuela quería decir: el amor verdadero respeta tus límites y te ayuda a crecer.

He aprendido a ponerme primero sin sentirme egoísta; a decir «no» sin miedo; a rodearme solo de quienes suman luz a mi vida. No ha sido fácil, pero cada día me siento más fuerte y más yo.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres callan su dolor por miedo a estar solas? ¿Cuántas olvidan su valor esperando migajas? Yo decidí buscar la luz… ¿y tú? ¿Hasta dónde dejarías que alguien cruce tus límites?