“Mejor cada quien paga lo suyo”, dijo el soltero: Una cita, muchas señales

—¿Entonces qué, Ana? ¿Nos vemos en la Condesa a las ocho? —me escribió Javier por WhatsApp, usando ese tono casual que tanto me atraía y al mismo tiempo me ponía nerviosa.

Eran las siete y media de la tarde y yo aún dudaba si debía ir. Mi hermana menor, Mariana, me miraba desde la puerta del baño mientras me retocaba el maquillaje.

—¿Y si es otro patán? —preguntó, cruzando los brazos.

—No todos son iguales —le respondí, aunque ni yo me lo creía del todo. Pero después de tantas decepciones, uno aprende a disfrazar la esperanza con sarcasmo.

Salí de casa con el corazón acelerado y la mente llena de expectativas. Javier y yo llevábamos semanas hablando por una app de citas. Sus mensajes eran ingeniosos, sus fotos mostraban una sonrisa franca y una barba perfectamente descuidada. Decía trabajar en una startup de tecnología, vivir solo y amar los tacos al pastor. Parecía el tipo de hombre que mi mamá aprobaría y mi papá desconfiaría.

Llegué al bar antes que él. La Condesa estaba llena de luces y risas. Pedí una cerveza para calmar los nervios. Cuando Javier llegó, me saludó con un beso en la mejilla y una sonrisa amplia.

—¡Qué gusto conocerte al fin! —dijo, sentándose frente a mí.

La conversación fluyó fácil al principio: películas, música, anécdotas de infancia en Veracruz. Pero pronto noté pequeños detalles: miraba su celular cada cinco minutos, interrumpía mis historias para hablar de sí mismo, y cuando mencioné que vivía con mi mamá y mi hermana porque la renta estaba imposible, soltó una risa burlona.

—¿Todavía vives con tu familia? —preguntó, alzando las cejas—. Yo no podría, la verdad. Necesito mi espacio.

Sentí un nudo en el estómago. No era la primera vez que alguien juzgaba mi situación, pero dolía igual. En México, vivir con la familia hasta los treinta no es raro; es casi necesario. Pero para él era motivo de burla.

La noche avanzó entre risas forzadas y silencios incómodos. Cuando llegó la cuenta, Javier la tomó con rapidez. Pensé que pagaría, como había insinuado en los mensajes previos.

—¿Te parece si dividimos? —dijo, sin mirarme a los ojos—. Así es más justo.

Me quedé helada. No porque esperara que pagara todo —yo siempre llevo dinero suficiente— sino por la forma en que lo dijo: como si fuera una regla inquebrantable, como si temiera que yo abusara de su generosidad.

—Claro —respondí, forzando una sonrisa.

Pagamos cada quien lo suyo. Al salir del bar, caminamos juntos unas cuadras. Javier hablaba de su exnovia y de cómo las mujeres “esperan demasiado” en las relaciones. Yo solo asentía, deseando llegar pronto a casa.

—¿Nos vemos otro día? —preguntó al despedirse.

—Te aviso —mentí.

En el taxi de regreso, revisé mis mensajes. Mariana había escrito: “¿Todo bien? ¿Te gustó?”

No supe qué responderle. ¿Por qué me sentía tan vacía después de una cita que debería haber sido emocionante? ¿Por qué ignoré las señales? Recordé a mi mamá diciendo: “No te conformes con menos de lo que mereces”. Pero en este mundo de citas rápidas y expectativas bajas, ¿qué es lo que merecemos realmente?

Al llegar a casa, Mariana me esperaba despierta.

—¿Y?

—Nada especial —le dije—. Otro más que cree que dividir la cuenta es suficiente para ser justo.

Ella rió con amargura.

—Eso no es justicia, es miedo a comprometerse.

Me acosté pensando en todo lo que había pasado: el juicio por vivir con mi familia, la conversación superficial, la cuenta dividida como símbolo de una relación sin entrega ni confianza. Pensé en mi papá trabajando doble turno para pagar la casa donde ahora vivimos tres mujeres solas; en mi mamá luchando contra el cáncer sin perder nunca la fe; en Mariana soñando con estudiar fuera del país aunque apenas nos alcance para el súper.

Pensé también en mí: en mis ganas de amar sin miedo, de encontrar a alguien que entienda mis raíces y mis heridas; alguien que no vea mi vida como un defecto sino como parte de quien soy.

Al día siguiente, Javier me escribió: “¿Qué planes para el finde?” No respondí. No porque fuera mala persona, sino porque entendí que merezco algo más que cuentas divididas y conversaciones vacías.

Ahora me pregunto: ¿cuántas veces ignoramos las señales por miedo a estar solas? ¿Cuántas veces aceptamos menos de lo que merecemos solo por no enfrentar el silencio?

¿Ustedes también han sentido ese vacío después de una cita? ¿Qué señales han aprendido a no ignorar?