Mi hija ya no es la misma: Cómo mi yerno nos alejó de nuestra propia sangre
—¿Por qué Mariana no contesta el teléfono? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras miraba la mesa vacía donde debería estar su plato. Era el cumpleaños número sesenta de mi esposo, Ricardo, y toda la familia estaba reunida en la casa de siempre, en el barrio de Caballito, Buenos Aires. Todos menos ella. Mi hija. Mi única hija.
Desde que Mariana se casó con Esteban, algo cambió. Al principio pensé que era normal: los recién casados necesitan su espacio, su tiempo para adaptarse. Pero con los meses, las llamadas se hicieron más cortas, las visitas más espaciadas y las conversaciones más tensas. Yo intentaba no hacer preguntas incómodas, pero la distancia era cada vez más evidente.
—Mamá, no puedo ir hoy —me dijo Mariana por última vez hace dos semanas—. Esteban tiene mucho trabajo y no quiere dejarme sola en casa.
—Pero hija, ¿no puedes venir sola? —le pregunté, sintiendo una punzada en el pecho.
—No es tan fácil —respondió ella, bajando la voz—. No entiendes.
No entendía. O tal vez sí, pero me negaba a aceptarlo. Esteban siempre fue amable al principio, pero con el tiempo noté cómo sus palabras se volvían sutilmente hirientes, cómo miraba a Mariana cuando ella opinaba diferente o cómo evitaba que viniera a vernos los domingos. «Es que Esteban se siente incómodo con mi familia», me confesó Mariana una noche, llorando en el teléfono. «Dice que ustedes no lo aceptan».
Ricardo intentó hablar con ella varias veces. «Mariana, hija, esta siempre será tu casa», le decía con esa voz grave que solo usaba cuando estaba realmente preocupado. Pero ella solo respondía con evasivas o cambiaba de tema.
El día del cumpleaños llegó y yo preparé su torta favorita: chocotorta con dulce de leche y café. Puse su nombre en una servilleta al lado del plato, como si eso pudiera atraerla de vuelta. Los primos preguntaban por ella, mi hermana Susana me miraba con lástima y Ricardo apenas probó bocado.
A las diez de la noche, cuando ya todos se habían ido y la casa estaba en silencio, me senté en el sillón y lloré como hacía años no lloraba. Ricardo se acercó y me abrazó fuerte.
—No es tu culpa —me susurró—. Mariana sabe que la amamos.
Pero yo sentía que sí era mi culpa. ¿En qué momento perdí a mi hija? ¿Fue cuando le grité por primera vez porque llegó tarde? ¿O cuando discutimos porque eligió a Esteban y no a Martín, ese chico tan bueno del barrio? ¿O fue simplemente porque la vida nos va separando sin darnos cuenta?
Los días siguientes fueron un infierno de incertidumbre. Llamé a Mariana una y otra vez. Le mandé mensajes por WhatsApp: «Te extraño», «¿Estás bien?», «Por favor ven a vernos». Solo recibí respuestas frías: «Estoy ocupada», «Después te llamo».
Una tarde decidí ir a buscarla a su departamento en Villa Crespo. Caminé bajo la lluvia hasta su edificio y toqué el timbre. Me contestó Esteban por el portero eléctrico:
—¿Qué quiere, señora Marta?
—Vine a ver a mi hija —dije, tratando de sonar firme.
—Mariana está ocupada. Mejor otro día.
Sentí rabia e impotencia. ¿Quién era él para decidir cuándo podía ver a mi propia hija? Me quedé unos minutos bajo el techo del edificio, esperando que Mariana bajara o asomara por la ventana. No lo hizo.
Esa noche soñé con ella de niña, corriendo por la plaza Almagro con sus trenzas al viento y riendo a carcajadas. Me desperté llorando otra vez.
Pasaron semanas sin noticias. Un día recibí un mensaje inesperado: «Mamá, necesito hablar». Mi corazón latió tan fuerte que tuve que sentarme antes de contestar. Nos encontramos en un café cerca de su trabajo.
Mariana llegó tarde y con ojeras profundas. Se veía cansada, apagada.
—¿Estás bien? —le pregunté apenas se sentó.
Ella bajó la mirada y jugueteó con la taza.
—No sé… Siento que estoy perdiendo todo lo que era importante para mí —susurró—. Esteban dice que ustedes me manipulan, que solo quieren controlarme…
—Mariana, nosotros solo queremos verte feliz —le dije, tomando su mano—. Si alguna vez te hicimos sentir lo contrario, perdónanos.
Ella lloró en silencio unos minutos. Luego se secó las lágrimas y me miró como cuando era chica y tenía miedo de la oscuridad.
—No sé qué hacer…
Quise abrazarla y llevármela a casa, pero sabía que no podía decidir por ella. Solo podía estar ahí, esperar y amar sin condiciones.
Desde ese día hablamos un poco más seguido, pero nunca volvió a ser como antes. Esteban seguía presente en cada decisión, en cada silencio incómodo entre nosotras.
Hoy escribo esto mirando una foto vieja: Mariana y yo abrazadas en la playa de Mar del Plata, riendo bajo el sol. Me pregunto si algún día volverá esa complicidad o si ya la perdí para siempre.
¿Hasta dónde puede llegar el amor de una madre? ¿Cuánto dolor puede soportar antes de rendirse? ¿Ustedes también han sentido alguna vez que pierden a un hijo sin poder hacer nada?