No tan príncipe como parecía: la historia de Kinga y Kamil en el corazón de México

—¿Por qué llegas tan tarde, Kamil? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras el reloj marcaba las dos de la mañana y la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en Iztapalapa.

Él me miró con esos ojos verdes que tanto me hipnotizaban al principio, pero que ahora solo me daban miedo. Se encogió de hombros y dejó caer su mochila militar en el suelo. Olía a cigarro y a algo más, algo que no quería reconocer. Yo, Kinga, la de los sueños sencillos y la sonrisa fácil, me sentía cada vez más pequeña en mi propio hogar.

Cuando conocí a Kamil, acababa de regresar del servicio militar. Era el chico que todas miraban en la colonia: alto, fuerte, con una seguridad que desbordaba. Mi mamá decía que parecía sacado de una telenovela. Yo no podía creer que se fijara en mí, la hija del panadero, con mis trenzas rubias y mi ropa sencilla. Pero lo hizo. Me buscó, me habló bonito y me prometió el cielo.

—Tú eres diferente, Kinga —me decía mientras paseábamos por el parque de Las Estrellas—. Contigo sí me veo formando una familia.

Al principio todo era perfecto. Me llevaba flores, me escribía cartas, hasta le pidió permiso a mi papá para salir conmigo. Mi familia estaba encantada. «Por fin alguien que te cuide», decía mi abuela, ignorando las miradas celosas de mis primas.

Pero después de unos meses, algo cambió. Kamil empezó a llegar tarde, a contestar con monosílabos y a desaparecer por días enteros. Cuando le preguntaba, se enojaba. «No estés chingando, Kinga. No entiendes lo difícil que es adaptarse después del ejército», gritaba una noche mientras aventaba un vaso contra la pared.

Yo lo justificaba ante todos. «Está estresado», decía a mi mamá cuando veía los moretones en mis brazos. «Es que no encuentra trabajo», le explicaba a mi mejor amiga, Mariana, cuando lloraba por teléfono.

Pero la verdad era otra. Kamil traía consigo una sombra oscura: la violencia. Al principio eran gritos, luego empujones y finalmente golpes. Una noche, después de una discusión por dinero —él había gastado todo en apuestas— me tiró al suelo y me pateó. Recuerdo el sabor metálico de la sangre y el frío del piso de cemento.

—¿Vas a decirle a alguien? —me susurró al oído—. Nadie te va a creer. Todos piensan que soy el héroe que volvió del ejército.

Tenía razón. Nadie quería ver la verdad. Mi papá solo bajaba la mirada cuando veía mis heridas; mi mamá rezaba para que todo cambiara; mis amigas se alejaron poco a poco porque no soportaban verme así.

Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, escuché a mi vecina Doña Lupita hablar con su hija:

—Ese muchacho no es lo que parece. Pobre Kinga, se ve tan triste…

Me dieron ganas de gritarles que tenían razón, pero no podía. Sentía vergüenza y miedo.

El punto de quiebre llegó una noche cuando Kamil llegó borracho y empezó a romper todo en la casa. Mi hermanito de ocho años se escondió debajo de la mesa llorando. Fue ahí cuando entendí que no podía seguir así.

Al día siguiente fui al Centro de Atención a Mujeres en la delegación. Me temblaban las piernas mientras contaba mi historia a la trabajadora social. Me abrazó y me dijo:

—No estás sola, Kinga. Hay muchas como tú.

Me ayudaron a conseguir un lugar seguro donde quedarme unos días. Mi familia al principio no entendía, pero poco a poco fueron aceptando la realidad. Kamil intentó buscarme varias veces, pero con ayuda legal logré mantenerlo lejos.

No fue fácil reconstruir mi vida. La gente hablaba, inventaba historias: «Seguro ella lo provocó», «¿Cómo es posible que una pareja tan bonita terminara así?» Pero aprendí a ignorar los chismes y a enfocarme en sanar.

Hoy trabajo en una panadería cerca del metro Ermita. Cada vez que veo a una chica con mirada triste le sonrío y le digo: «No estás sola».

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven historias como la mía? ¿Por qué nos cuesta tanto ver detrás de las apariencias? ¿Cuándo aprenderemos a escuchar y creerles?

¿Y tú? ¿Has conocido algún «príncipe» que resultó ser todo lo contrario? ¿Qué harías si estuvieras en mi lugar?