Nunca Llegué al Altar: Mientras Planeábamos la Boda, Él y Su Madre Escondían un Secreto
—¿Por qué no me contestas los mensajes, Daniel? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras sostenía el celular con manos sudorosas. Era la tercera vez en la semana que desaparecía sin avisar. Mi madre, desde la cocina, me miraba con preocupación mientras removía el arroz para la cena familiar.
Mi nombre es Camila Rodríguez. Tengo 25 años, recién graduada en administración de empresas en la Universidad Nacional de Córdoba. Hace seis meses, Daniel y yo nos comprometimos en una pequeña fiesta en casa de sus padres, en un barrio humilde de las afueras de la ciudad. Desde entonces, mi vida se había convertido en una montaña rusa de emociones: listas de invitados, pruebas de vestido, discusiones sobre el menú y, sobre todo, la ilusión de empezar una nueva vida juntos.
Pero algo no encajaba. Daniel estaba distante. Ya no hablaba con entusiasmo sobre nuestro futuro ni sobre el viaje a Mendoza que planeábamos para la luna de miel. Su madre, doña Teresa, evitaba mirarme a los ojos cada vez que iba a su casa a discutir detalles del casamiento. «Son cosas de hombres», decía ella cuando le preguntaba por qué Daniel parecía tan preocupado últimamente.
Una tarde, mientras revisaba presupuestos con mi hermana Lucía, recibí una llamada inesperada.
—Camila, ¿podés venir a casa? —era Daniel, su voz sonaba apagada—. Necesito hablar con vos.
Sentí un nudo en el estómago. Crucé la ciudad en colectivo, repasando mentalmente cada conversación reciente, buscando señales que me dijeran qué estaba pasando. Al llegar, encontré a Daniel sentado en la mesa del comedor, con papeles desparramados frente a él y doña Teresa a su lado, los ojos hinchados de tanto llorar.
—¿Qué pasa? —pregunté apenas crucé la puerta.
Daniel me miró como si estuviera viendo a una extraña.
—Camila… no sé cómo decirte esto. Mamá y yo… estamos perdiendo la casa.
El silencio fue tan pesado que sentí que me aplastaba el pecho. Doña Teresa rompió a llorar.
—El banco nos quiere sacar todo —sollozó—. Debemos tres cuotas del crédito y no tenemos cómo pagarlas.
Me senté frente a ellos, sin saber si debía abrazarlos o gritarles por haberme ocultado algo tan importante. Daniel bajó la mirada.
—Por eso estuve tan raro… No quería preocuparte. Pensé que podía solucionarlo antes de la boda.
Mi mente voló hacia los recuerdos: las veces que Daniel llegaba tarde a nuestras citas, las llamadas misteriosas que cortaba apenas yo entraba en la habitación, las discusiones acaloradas entre él y su madre que escuchaba desde el pasillo.
—¿Y ahora qué? —pregunté, sintiendo cómo mi sueño se desmoronaba frente a mis ojos.
—Estamos intentando reestructurar la hipoteca —dijo Daniel—. Pero si no conseguimos el dinero…
Doña Teresa me miró suplicante.
—Camila, vos sabés lo difícil que está todo…
Mi familia tampoco nadaba en abundancia. Mi papá era chofer de colectivo y mi mamá vendía empanadas para ayudar con los gastos. Habíamos ahorrado peso por peso para poder pagar el salón y el vestido. ¿Cómo podía pedirles ahora que ayudaran a salvar la casa de Daniel?
Esa noche volví a casa destrozada. Mi mamá me esperaba en la mesa del comedor.
—¿Qué pasó? —preguntó suavemente.
Le conté todo entre lágrimas. Ella me abrazó fuerte.
—Hija, uno se casa no solo con la persona, sino también con su historia y sus problemas —me dijo—. Pero también tenés que pensar en vos. ¿Estás lista para cargar con esto?
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Daniel me pedía paciencia; doña Teresa me llamaba para pedirme disculpas; mi familia discutía si debíamos seguir adelante con la boda o no. Mi hermana Lucía fue la única que me habló sin rodeos:
—Cami, ¿vos creés que él hubiera hecho lo mismo por vos? ¿O te hubiera dejado sola con el problema?
No supe qué responderle.
Una tarde, mientras caminaba por el parque Sarmiento para despejarme, Daniel me llamó.
—Camila… tenemos que hablar —dijo con voz cansada—. No puedo casarme ahora. No puedo darte lo que merecés mientras mi familia está al borde de perderlo todo.
Sentí rabia y alivio al mismo tiempo. Rabia porque me había ocultado la verdad durante meses; alivio porque ya no tenía que tomar yo sola una decisión imposible.
La noticia corrió rápido por el barrio: «Camila y Daniel cancelaron la boda». Algunos decían que era culpa mía por no apoyar a mi pareja; otros murmuraban sobre las deudas de los Fernández como si fueran un castigo divino. Yo solo quería desaparecer.
Pasaron semanas antes de poder mirar a Daniel a los ojos otra vez. Nos encontramos por casualidad en una feria barrial. Él estaba más flaco y ojeroso; yo sentía que había envejecido diez años en un mes.
—Perdón —me dijo simplemente—. No supe cómo manejarlo.
No respondí. Solo asentí y seguí caminando entre los puestos de verduras y ropa usada.
Hoy, meses después, sigo preguntándome si hice bien en dejarlo ir o si debí luchar más por nuestro amor. Pero también aprendí algo: nadie te prepara para elegir entre tus sueños y la realidad brutal de las dificultades económicas en nuestro país. A veces el amor no basta para pagar las cuentas ni para sostener una familia entera sobre tus hombros.
¿Ustedes qué hubieran hecho? ¿Hasta dónde llegarían por amor cuando todo parece derrumbarse?