Siempre serás necesaria para alguien
—No necesitas a mi hijo, Mariana. Él solo te va a arruinar la vida.
La voz de doña Rosa retumbó en la cocina, tan fría como el aguacero que golpeaba los cristales. Yo apretaba la taza de café con las dos manos, temblando, no sé si por el miedo o por la rabia. Afuera, los cláxones y el bullicio de la colonia Narvarte parecían lejanos, irreales. Dentro de ese departamento, solo existíamos ella y yo, dos mujeres separadas por una mesa y por un abismo de desconfianza.
—Eso no es cierto, doña Rosa. ¿Por qué dice eso de Julián? Usted sabe que lo amo…
Ella me miró con esos ojos negros, duros como obsidiana. —Justamente porque es mi único hijo te lo digo. No quiero verte llorar después. Yo conozco a Julián mejor que nadie. Y tú… tú eres demasiado buena para él.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Demasiado buena? ¿O demasiado ingenua? Recordé la primera vez que vi a Julián en la UNAM, con sus libros bajo el brazo y esa sonrisa tímida. Me enamoré de su risa, de su manera de hablarme como si yo fuera la única persona en el mundo. Pero también recordé las noches en que no llegaba a casa, las llamadas sin contestar, las promesas rotas.
—Doña Rosa, yo sé que Julián ha cometido errores… pero todos merecemos una oportunidad, ¿no cree?
Ella suspiró y se levantó despacio, como si le pesaran los años y los secretos. —A veces el amor no basta, Mariana. A veces hay que saber cuándo irse.
La vi salir de la cocina, arrastrando las pantuflas sobre el mosaico. Me quedé sola, escuchando el tic-tac del reloj y el eco de sus palabras. ¿Y si tenía razón? ¿Y si Julián nunca iba a cambiar?
Esa noche, cuando Julián llegó oliendo a cigarro y lluvia, lo abracé fuerte. —¿Por qué llegas tan tarde? —le pregunté, tratando de sonar tranquila.
Él me besó la frente y murmuró: —El trabajo se alargó… ya sabes cómo es el jefe. Pero supe que mentía. Lo vi en sus ojos cansados, en la forma en que evitaba mirarme.
Durante semanas, la tensión creció entre nosotros. Cada vez que sonaba mi celular y veía el nombre de doña Rosa, sentía un escalofrío. Ella insistía en que hablara con Julián, que le pusiera límites. Pero yo no quería perderlo. No quería ser otra mujer abandonada en una ciudad donde todos parecen estar demasiado ocupados para amarse de verdad.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Julián hablando por teléfono en voz baja:
—No puedo seguir así… Mariana no lo entendería…
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Cuando colgó, le pregunté directamente:
—¿A quién le hablabas?
Él se quedó callado un momento y luego dijo:
—A mi papá… quiere que me vaya a Monterrey con él. Dice que aquí no tengo futuro.
—¿Y tú qué quieres? —pregunté con voz temblorosa.
Julián me miró por fin, con una tristeza infinita en los ojos. —No lo sé, Mariana. Siento que te fallo todos los días.
Esa noche lloré en silencio mientras él dormía a mi lado. Pensé en todo lo que había sacrificado por este amor: mis estudios de psicología interrumpidos para trabajar en una papelería y ayudar con los gastos; mis amigas alejadas porque ya no tenía tiempo ni energía para salir; mis sueños guardados en una caja debajo de la cama.
Un domingo por la tarde, doña Rosa vino a visitarnos. Traía un pastel de tres leches y una mirada decidida.
—Mariana —dijo mientras cortaba una rebanada—, yo también fui joven. También creí que podía cambiar a un hombre con amor. Pero aprendí a golpes que uno no puede salvar a quien no quiere salvarse.
Me quedé callada, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con salir.
—¿Por qué me dice esto? —susurré.
Ella me tomó la mano con fuerza inesperada. —Porque te quiero como a una hija. Y porque sé lo que es perderse por amor.
Esa noche hablé con Julián. Le dije todo lo que sentía: el miedo, la soledad, la esperanza rota.
—Julián, yo te amo… pero no puedo seguir así. No puedo seguir esperando a que cambies si tú mismo no quieres hacerlo.
Él lloró conmigo. Me pidió perdón una y otra vez. Me prometió que buscaría ayuda, que intentaría ser mejor.
Pasaron los meses y las cosas mejoraron un poco. Julián empezó terapia y consiguió un trabajo más estable. Pero algo dentro de mí ya se había roto. Empecé a retomar mis estudios en línea y a salir más con mis amigas. Poco a poco recuperé mi voz, mi espacio.
Un día, mientras caminaba por Coyoacán con doña Rosa, ella me sonrió y dijo:
—Te ves más feliz, Mariana.
Le devolví la sonrisa. —Estoy aprendiendo a quererme… aunque todavía duele.
Ella asintió y me abrazó fuerte.
Hoy miro atrás y entiendo que a veces amar también es saber soltar. Que nadie puede llenar tus vacíos si tú misma no te reconoces como suficiente. Julián sigue siendo parte de mi vida, pero ya no es el centro de ella.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres han dejado sus sueños por amor? ¿Cuántas han escuchado esas mismas palabras: «No necesitas a mi hijo»? ¿Y cuántas han encontrado el valor para elegir su propio camino?
¿Tú qué harías si estuvieras en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarías por amor antes de elegirte a ti misma?