Soledad en el matrimonio: La historia de Mariana y el adiós de Julián
—¿Vas a llegar tarde otra vez, Julián? —pregunté desde la cocina, mientras el arroz hervía y el reloj marcaba las nueve de la noche.
No hubo respuesta. Solo el eco de mis palabras rebotando en las paredes de nuestra casa en San Miguel de Tucumán. El silencio era ya un huésped habitual en mi vida, pero esa noche pesaba más que nunca. Me senté en la mesa, sola, mirando el plato vacío frente a mí. Veinte años juntos y, sin embargo, sentía que hablaba con un fantasma.
Recuerdo cuando conocí a Julián en la universidad. Él era el alma de las fiestas, siempre rodeado de amigos, con esa risa contagiosa que llenaba cualquier espacio. Yo era más callada, más de observar desde la esquina, pero él me eligió a mí. «Sos diferente, Mariana», me decía. Y yo le creí. Nos casamos jóvenes, llenos de sueños y promesas que parecían eternas.
Los primeros años fueron felices. Tuvimos a nuestros hijos, Camila y Tomás, y construimos una vida sencilla pero llena de amor. O al menos eso pensaba yo. Con el tiempo, Julián empezó a llegar tarde del trabajo, a contestar con monosílabos, a dormir del lado opuesto de la cama. Yo me convencía de que era el estrés, la rutina, la vida misma.
—¿Te pasa algo? —le pregunté una noche mientras doblaba su camisa favorita.
—Nada, Mariana. No empieces —respondió sin mirarme.
Aprendí a callar. Mi mamá siempre decía: «Mujer sabia edifica su casa». Así que cocinaba sus platos preferidos, mantenía la casa impecable y nunca le llevaba la contra. ¿Cómo iba a pelearme con él si era el padre de mis hijos? ¿Si era mi compañero de toda la vida?
Pero la soledad se fue metiendo en mi piel como una llovizna persistente. Me dolía ver a otras parejas reír juntas en la plaza o tomarse de la mano en el supermercado. Yo solo tenía silencios y miradas esquivas.
Hasta que una tarde todo cambió. Julián llegó temprano, algo inusual. Se sentó frente a mí con los ojos rojos y las manos temblorosas.
—Mariana… tenemos que hablar.
Sentí un frío recorrerme la espalda. Sabía que algo andaba mal, pero nunca imaginé lo que estaba por venir.
—Me voy de la casa —dijo sin rodeos—. Estoy enamorado de otra mujer.
El mundo se detuvo. No lloré, no grité. Solo sentí que me arrancaban el corazón con una cuchara oxidada.
—¿Y los chicos? ¿Y todo lo que construimos? —pregunté con voz quebrada.
—No sé qué decirte… Lo intenté, Mariana. Pero ya no puedo seguir mintiéndote.
Se fue esa misma noche. El portazo retumbó en mi pecho como un disparo. Camila y Tomás estaban en sus habitaciones; tuve que inventarles una excusa para no romperles el alma tan pronto.
Los días siguientes fueron una niebla espesa. Mi hermana Lucía venía a verme todos los días.
—Tenés que ser fuerte, Mari —me decía mientras me abrazaba—. No sos la primera ni la última mujer a la que le pasa esto.
Pero yo no quería ser fuerte. Quería volver atrás el tiempo, encontrar en qué momento perdí a Julián, o peor aún, en qué momento me perdí a mí misma.
Las vecinas murmuraban cuando salía al almacén:
—Pobre Mariana… ¿Viste que Julián se fue con esa tal Verónica?
Sentía sus miradas como agujas en la espalda. En el barrio todos sabían antes que yo lo que pasaba en mi propia casa.
Una noche, Camila entró a mi cuarto llorando.
—¿Por qué papá nos dejó? ¿Es por tu culpa?
Eso me partió el alma en mil pedazos. La abracé fuerte y le prometí que nada era culpa suya ni mía. Pero yo misma no estaba tan segura.
Pasaron los meses y aprendí a vivir sola. Al principio fue un infierno: las cuentas se acumulaban, el sueldo de maestra no alcanzaba para todo y los chicos extrañaban a su papá. A veces lo escuchaba llamarlos por teléfono desde su nueva casa con Verónica y sentía una mezcla de rabia y tristeza imposible de explicar.
Un día, mientras limpiaba el patio, encontré una vieja foto nuestra: Julián y yo abrazados en la playa de Mar del Plata, riendo como dos adolescentes enamorados. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pero después sentí algo distinto: una chispa de dignidad encendida entre las cenizas del dolor.
Empecé a salir más con Lucía y sus amigas. Fui a clases de zumba en el club del barrio y hasta me animé a cortarme el pelo bien corto, como siempre había querido pero nunca me animé porque a Julián no le gustaba.
Una tarde, mientras tomaba mate con Lucía bajo el limonero del patio, le confesé:
—¿Sabés qué? Por primera vez en años siento que respiro hondo sin miedo.
—Eso es porque te estás reencontrando con vos misma —me dijo sonriendo—. No necesitás a nadie para ser feliz.
No fue fácil reconstruirme. Hubo noches de insomnio y días en los que sentía que no valía nada. Pero poco a poco fui descubriendo quién era Mariana sin Julián: una mujer capaz de salir adelante, de criar a sus hijos con amor y coraje, de reírse otra vez sin miedo al qué dirán.
Un domingo cualquiera, mientras almorzábamos los tres juntos, Tomás me miró y dijo:
—Mamá, sos la mejor del mundo.
Y supe que todo el dolor había valido la pena por ese momento.
Hoy miro hacia atrás y no guardo rencor. Julián eligió otro camino y yo elegí seguir adelante. Aprendí que la soledad puede doler más que cualquier herida física, pero también puede ser el inicio de una nueva vida.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven en silencio esta misma historia? ¿Cuántas callan por miedo al qué dirán o por no romper una familia? ¿Vale la pena perderse a una misma por sostener lo insostenible?
¿Y vos? ¿Te animarías a empezar de nuevo aunque te duela el alma?