Soltar para Volver a Respirar: La Historia de Valentina y Sebastián

—¿De verdad vas a irte así, Valentina? —La voz de Sebastián retumba en el pequeño apartamento, mezclándose con el estruendo de la lluvia golpeando los ventanales.

Me detengo en seco, con la maleta colgando de mi mano sudorosa. No puedo mirarlo a los ojos. Si lo hago, sé que me derrumbo. Pero ya no puedo seguir fingiendo que todo está bien, que mi vida cabe en este espacio donde los sueños se han ido marchitando como las plantas del balcón.

—No me pidas que me quede —susurro, apenas audible, mientras mi corazón late tan fuerte que temo que él lo escuche—. No puedo seguir perdiéndome a mí misma.

Sebastián se acerca, sus pasos pesados sobre el piso de madera. Siento su presencia detrás de mí, el calor de su cuerpo, la familiaridad de sus manos que tantas veces me han sostenido. Pero hoy no hay caricias ni palabras dulces. Solo silencio y esa tensión amarga que se instala cuando el amor ya no basta.

Recuerdo la primera vez que lo vi, hace siete años, en la fiesta de cumpleaños de Camila. Él era el alma del grupo, siempre con una sonrisa lista y un chiste para romper el hielo. Yo era la tímida recién llegada de Bucaramanga, perdida en la inmensidad de Bogotá. Sebastián me hizo sentir en casa desde el primer momento. Compartimos sueños, miedos y hasta el último billete cuando la plata no alcanzaba para pagar el arriendo.

Pero los años pasan y los sueños cambian. Yo quería estudiar una maestría en México, explorar el mundo, escribir mi propio libro. Sebastián quería estabilidad: un trabajo fijo en la empresa de su tío, un apartamento propio, hijos antes de los treinta. Al principio pensé que podríamos encontrar un punto medio, pero cada conversación terminaba en pelea o en silencios incómodos.

—¿Y si lo intentamos una vez más? —me pregunta ahora, con la voz quebrada—. Podemos buscar ayuda… hablar con tu mamá, con la psicóloga…

Cierro los ojos y veo el rostro cansado de mi madre cuando le conté mis planes. “Valentina, uno no puede andar por la vida dejando todo tirado cada vez que algo se pone difícil”, me dijo mientras revolvía el café con ese gesto nervioso que heredé de ella. Pero esto no es huir. Es sobrevivir.

—No es justo para ninguno de los dos —respondo al fin—. Tú mereces a alguien que quiera lo mismo que tú… y yo necesito encontrarme otra vez.

La lluvia arrecia y por un momento pienso en quedarme solo para no enfrentarme al frío de la ciudad y al vacío del futuro incierto. Pero sé que si me quedo hoy, nunca tendré el valor de irme mañana.

Salgo al pasillo y bajo las escaleras con el corazón hecho trizas. Afuera, Bogotá brilla bajo los relámpagos y las luces lejanas de los buses que nunca duermen. Camino sin rumbo fijo, sintiendo cada gota como una despedida.

En los días siguientes, todo es un torbellino: buscar dónde quedarme, enfrentar las preguntas incómodas de mis amigas (“¿pero por qué lo dejaste si era tan buen tipo?”), las llamadas insistentes de mi tía desde Medellín (“mija, ¿y ahora qué va a hacer sola en esa ciudad tan peligrosa?”), y sobre todo, el silencio ensordecedor cuando llego a mi nuevo cuarto alquilado y no hay nadie esperándome.

A veces dudo. Me pregunto si fui egoísta, si debí conformarme con menos para no herirlo ni decepcionar a mi familia. Pero luego recuerdo las noches en vela llorando por lo que no podía decirle a Sebastián: que sentía que me ahogaba en una vida que no era mía, que necesitaba probarme a mí misma que podía volar aunque fuera sola.

Un día cualquiera recibo un mensaje suyo: “Espero que estés bien. Si algún día quieres hablar, aquí estoy”. No respondo. No porque no lo quiera —lo querré siempre— sino porque sé que si abro esa puerta, nunca podré cerrarla del todo.

Empiezo a escribir otra vez. Vuelvo a soñar con México, con las calles coloridas de Coyoacán y los cafés llenos de poetas desconocidos. Trabajo en una librería del centro para pagar mis gastos y cada día descubro algo nuevo sobre mí: que puedo ser fuerte aunque tenga miedo, que la soledad puede ser amiga si aprendo a escucharme.

Mi mamá me llama menos seguido, pero cuando lo hace ya no hay reproches en su voz. Solo preocupación genuina y un poco de orgullo disfrazado: “Te admiro por tu valentía”, me dice una tarde mientras escucho su voz temblorosa al otro lado del teléfono.

A veces veo a Sebastián en redes sociales: sonríe en fotos familiares o sale con amigos del trabajo. Me alegra verlo bien, aunque duele saber que ya no soy parte de su historia cotidiana.

Hoy, sentada frente a la ventana mientras cae otra tormenta sobre Bogotá, pienso en todo lo que he perdido… y en todo lo que he ganado. Aprendí que amar también es saber soltar; que crecer duele pero vale la pena; que nadie tiene derecho a decidir por ti cuál es tu camino.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez han tenido que dejar atrás a alguien para poder encontrarse? ¿Vale la pena el dolor de soltar por la promesa incierta de un futuro propio?