Traición bajo la sombra del aniversario: un encuentro en el centro de Bogotá
—¡No puede ser! —me repetía mientras apretaba la taza de café con tanta fuerza que sentí que se rompería en mis manos. El murmullo de la cafetería se desvaneció, y solo escuchaba el eco de esas palabras: “Olvídate del aniversario”, susurró Andrés, mi esposo, al oído de Camila, mi mejor amiga desde la universidad.
Era un viernes lluvioso en el centro de Bogotá. Había salido temprano del trabajo para comprarle a Andrés una corbata nueva, la misma que él había dicho que quería para nuestra cena de aniversario. Caminé por la Séptima, esquivando vendedores ambulantes y el bullicio de la ciudad, con el corazón ligero y una sonrisa tonta en la cara. No imaginaba que esa tarde cambiaría mi vida para siempre.
Entré a la cafetería “El Rincón de los Sueños” porque era nuestro lugar favorito. Allí celebramos nuestro primer año juntos, y allí Camila me había consolado tantas veces cuando las cosas no iban bien en casa. Pero ese día, al abrir la puerta, escuché la risa inconfundible de Camila y la voz grave de Andrés. Me detuve en seco, oculta tras una columna, y los vi: él le sostenía la mano sobre la mesa, y ella lo miraba con esos ojos que yo creía reservados solo para mí.
—¿Y si Laura se entera? —preguntó Camila en voz baja, pero lo suficientemente fuerte para que yo lo escuchara.
—No lo hará —respondió Andrés, acariciándole el cabello—. Nadie viene aquí a esta hora…
Sentí que el mundo se me venía abajo. ¿Cómo era posible? ¿Mi esposo y mi mejor amiga? Las lágrimas amenazaban con salir, pero me obligué a respirar hondo y no hacer una escena. Me giré y salí corriendo bajo la lluvia, sin importarme los charcos ni los gritos de los vendedores que intentaban venderme flores.
Esa noche, fingí estar enferma. Andrés llegó tarde a casa, con el cabello mojado y el perfume de Camila impregnado en su ropa. Me abrazó como si nada hubiera pasado y me preguntó si quería pedir comida china, como hacíamos cada aniversario. No pude mirarlo a los ojos.
Durante días, guardé silencio. No sabía cómo enfrentar la verdad ni a quién acudir. Mi mamá siempre decía: “En esta vida, hija, uno solo puede confiar en su sangre”. Pero yo había confiado en Camila más que en nadie. Ella conocía mis secretos más profundos, mis miedos, mis sueños… y ahora también a mi esposo.
El domingo siguiente, Camila vino a casa con una botella de vino y su sonrisa de siempre. Se sentó en el sofá, cruzó las piernas y empezó a contarme sobre un supuesto viaje a Medellín con su nuevo novio. La escuché en silencio, sintiendo cómo cada palabra era una puñalada más.
—¿Estás bien? —me preguntó al notar mi silencio.
—¿Tú qué crees? —le respondí sin poder contenerme.
Se hizo un silencio incómodo. Ella bajó la mirada y jugueteó con el anillo que yo misma le había regalado en su cumpleaños.
—Laura…
—No digas nada —la interrumpí—. Lo sé todo. Los vi en la cafetería.
Camila palideció. Por un momento pensé que iba a negarlo, pero solo suspiró y se cubrió el rostro con las manos.
—No fue planeado… —balbuceó—. Todo se salió de control.
Sentí rabia, tristeza y una extraña sensación de alivio al escucharla admitirlo. Al menos ya no tenía que fingir.
Esa noche enfrenté a Andrés. Lo esperé sentada en la sala, con las luces apagadas y el corazón hecho trizas.
—¿Por qué? —le pregunté apenas entró.
Él no dijo nada al principio. Se sentó frente a mí y bajó la cabeza.
—No sé… Me sentí solo. Tú siempre estás ocupada con el trabajo, con tu familia… Camila estaba ahí.
Quise gritarle que yo también me sentía sola, que luchaba todos los días por mantenernos a flote, que trabajaba horas extras para pagar las cuentas porque él llevaba meses sin conseguir empleo. Pero solo lloré. Lloré por mí, por él, por Camila… por todo lo que habíamos perdido.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Mi familia se enteró y mi mamá no tardó en decirme: “Te lo dije”. Mis hermanas me aconsejaron demandarlo o al menos sacarlo de la casa. Pero yo no podía tomar una decisión tan rápido. ¿Y si todo era culpa mía? ¿Y si yo había descuidado nuestro matrimonio?
En el trabajo, mis compañeros notaron mi tristeza. Marta, mi jefa, me invitó a almorzar y me contó su propia historia de traición: “Uno cree que nunca le va a pasar… hasta que pasa”. Sus palabras me hicieron sentir menos sola.
Un día recibí un mensaje de Camila: “Perdóname. No sé cómo reparar esto”. No respondí. ¿Cómo se repara una traición así?
Andrés intentó acercarse varias veces. Me llevó flores, cocinó mi plato favorito (ajiaco), incluso me escribió una carta pidiéndome otra oportunidad. Pero algo dentro de mí se había roto para siempre.
Finalmente decidí irme de casa. Empaqué mis cosas y me mudé al apartamento pequeño de mi hermana en Chapinero. Las primeras noches lloré hasta quedarme dormida, abrazando la almohada como si fuera un salvavidas en medio del naufragio.
Poco a poco fui recuperando fuerzas. Empecé terapia, salí con amigas del trabajo y volví a leer los libros que tanto amaba antes de casarme. Descubrí que podía estar sola sin sentirme vacía.
Hoy, un año después de ese aniversario maldito, camino por la Séptima sin miedo ni rencor. A veces veo parejas tomadas de la mano y siento una punzada en el pecho, pero también sé que merezco algo mejor.
Me pregunto: ¿cuántas mujeres han pasado por lo mismo y han callado por miedo al qué dirán? ¿Cuántas han perdonado traiciones por temor a quedarse solas? Yo decidí romper el silencio… ¿Y tú? ¿Qué harías si descubrieras una traición así?