Treinta años de silencio: el precio de callar una traición
—¿Por qué no me miras a los ojos, Ernesto? —le pregunté esa noche, mientras el reloj de la sala marcaba las once y media y el eco de las risas de nuestros nietos aún flotaba en el aire. Él fingió revisar su celular, como si el mundo entero estuviera ahí dentro y no en la mesa, frente a mí. Yo sabía la respuesta, aunque me dolía admitirlo: hacía años que no me veía, ni siquiera cuando estábamos solos.
Me llamo Marta González, tengo 62 años y llevo treinta y dos casada con Ernesto. Para todos, somos la pareja perfecta: hijos profesionales, nietos sanos, casa propia en un barrio tranquilo de Guadalajara. Pero nadie sabe que hace mucho tiempo que no soy feliz. Nadie sabe que, desde hace meses, sospecho que Ernesto tiene otra mujer. Nadie sabe que mi corazón se rompió en silencio, mientras yo seguía sirviendo café y sonriendo en las reuniones familiares.
No tengo amigas a quienes confiarle esto. Mi madre siempre decía que los problemas de casa se lavan en casa, y yo crecí creyendo que callar era lo correcto. Pero hoy ya no puedo más. Siento que me ahogo en este mar de apariencias, y necesito contar mi historia, aunque sea aquí, aunque sea a desconocidos.
Todo empezó hace un año, cuando Ernesto empezó a llegar tarde del trabajo. «Mucho tráfico», decía. «Una junta inesperada». Yo le creía porque siempre fue un hombre responsable, pero algo en su voz había cambiado. Ya no me abrazaba al llegar, ni me preguntaba cómo estuvo mi día. Una noche, mientras lavaba los platos, escuché su celular vibrar en la mesa. Era un mensaje de una tal «Lupita». Decía: «Te extraño, amor». Sentí que el piso se abría bajo mis pies.
No le reclamé esa noche. Ni la siguiente. Guardé el secreto como quien guarda una herida bajo la ropa: esperando que sane sola, pero sabiendo que supura cada día más. Empecé a observarlo: cómo se arreglaba más para salir, cómo sonreía solo cuando miraba su celular. Una tarde, mientras él dormía la siesta, revisé su teléfono. Encontré fotos, mensajes, promesas de amor eterno. Lupita tenía treinta años menos que yo.
Quise gritarle, romperle el teléfono en la cabeza, pero me quedé paralizada. Pensé en mis hijos: ¿qué dirían si supieran? Pensé en mis nietos: ¿cómo explicarles que el abuelo ya no quiere a la abuela? Pensé en mí: ¿a dónde iría si lo dejara? No tengo trabajo ni amigas ni familia cercana. Toda mi vida está aquí, entre estas paredes llenas de recuerdos y mentiras.
La primera vez que intenté hablar con Ernesto fue un desastre.
—¿Tienes algo que decirme? —le pregunté con voz temblorosa.
Él ni siquiera levantó la vista del televisor.
—¿Ahora qué pasó? —respondió con fastidio.
—Sé lo de Lupita —dije al fin.
El silencio fue tan pesado que sentí que me aplastaba el pecho.
—No sé de qué hablas —dijo él al cabo de un rato, pero su voz era hueca.
No insistí. Me fui al baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Esa noche dormimos espalda con espalda, como dos extraños obligados a compartir la misma cama por costumbre o por miedo.
Los días siguientes fueron una tortura. Ernesto empezó a quedarse más tiempo fuera de casa. Yo fingía no darme cuenta, pero cada vez que escuchaba una risa femenina al teléfono o veía un mensaje sospechoso, sentía que me arrancaban un pedazo del alma.
Un domingo, durante el almuerzo familiar, mi hija Carolina me abrazó y me dijo:
—Mamá, qué suerte tienes de tener a papá siempre contigo. Ojalá mi esposo fuera así de dedicado.
Sentí ganas de reírme y llorar al mismo tiempo. ¿Dedicado? Si supieras… Pero solo asentí y seguí sirviendo arroz como si nada pasara.
Empecé a enfermarme seguido: dolores de cabeza, insomnio, ansiedad. Fui al médico y me recetó pastillas para dormir. Pero ninguna pastilla puede curar el vacío de sentirse invisible.
Una tarde, decidí salir a caminar por el parque del barrio. Me senté en una banca y vi a una pareja de ancianos tomados de la mano. Me pregunté si alguna vez Ernesto y yo fuimos así o si todo fue una ilusión creada para complacer a los demás.
Esa noche, cuando Ernesto llegó tarde otra vez, lo esperé despierta.
—¿Por qué sigues aquí si ya no me amas? —le pregunté sin rodeos.
Él se quedó callado un momento y luego suspiró.
—No sé… Por costumbre, supongo. Por los hijos. Porque es más fácil seguir así que empezar de nuevo a esta edad.
Me dolió escucharlo tan resignado como yo. Nos miramos por primera vez en años y vi en sus ojos el mismo miedo que sentía yo: miedo a la soledad, al qué dirán, a perderlo todo después de tanto tiempo juntos.
Esa noche no dormí. Pensé en todas las veces que sacrifiqué mis sueños por mantener la familia unida; en todas las veces que callé para evitar peleas; en todas las veces que fingí ser feliz para no preocupar a mis hijos.
Al día siguiente, busqué ayuda en internet. Encontré un grupo de mujeres mayores que compartían sus historias de infidelidad y soledad. Leí durante horas y lloré con cada testimonio. Por primera vez sentí que no estaba sola.
Empecé a escribir mi historia en un cuaderno viejo. Cada palabra era una pequeña liberación. Recordé quién era antes de ser esposa y madre: una joven con sueños propios, con ganas de viajar y aprender cosas nuevas.
Un día, Carolina vino a visitarme sola. Me encontró llorando en la cocina.
—Mamá, ¿qué te pasa? —me preguntó preocupada.
Quise decirle todo, pero solo pude balbucear:
—Estoy cansada… muy cansada.
Ella me abrazó fuerte y sentí su amor sincero. Por primera vez pensé en contarle la verdad, pero el miedo pudo más.
Hoy escribo esto porque necesito desahogarme. Porque sé que hay muchas mujeres como yo: atrapadas entre el deber y el deseo de ser felices; entre el miedo al escándalo y la necesidad de sentirse vivas otra vez.
A veces me pregunto si valió la pena tanto sacrificio por mantener una fachada perfecta. Si alguna vez tendré el valor de romper el silencio frente a mi familia. Si es posible empezar de nuevo después de los sesenta.
¿Y ustedes? ¿Cuántas veces han callado por miedo al qué dirán? ¿Vale la pena vivir una vida entera escondiendo el dolor solo para proteger a los demás?