Una lección de desamor: Cómo mi casi suegra me salvó de una vida de arrepentimiento
—¿De verdad crees que esto es amor, Lucía? —La voz de doña Teresa retumbó en la cocina, mientras yo apretaba la taza de café con las manos temblorosas.
No supe qué responder. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina y el olor a pan recién horneado llenaba el aire, pero dentro de mí solo había un vacío frío. Había llegado a casa de Julián para hablar sobre nuestra boda, pero él no estaba. Otra vez. Y su madre, con esa mirada que todo lo ve, me había invitado a sentarme.
Mi historia con Julián empezó como empiezan las historias que una sueña de niña. Yo era la nueva en la oficina de recursos humanos en una empresa textil en Medellín. Julián trabajaba en logística, siempre sonriente, siempre dispuesto a ayudar. Tenía 35 años y una seguridad que me deslumbraba. Al principio, solo intercambiábamos miradas y bromas inocentes en la cafetería. Pero pronto, esas miradas se volvieron mensajes por WhatsApp, salidas a tomar café después del trabajo y largas caminatas por el centro.
Mis amigas decían que era un hombre hecho y derecho, que ya era hora de que yo, a mis 29 años, sentara cabeza. Mi mamá, desde Pasto, me preguntaba cada semana si ya tenía novio serio. Yo sentía que por fin todo encajaba.
Pero el encanto se fue desvaneciendo poco a poco. Julián tenía un carácter fuerte. A veces llegaba tarde a nuestras citas sin avisar, otras veces desaparecía por días con la excusa del trabajo. Cuando le reclamaba, se molestaba y me decía que yo era muy intensa, que debía confiar más en él.
Una noche, después de una discusión por un mensaje sospechoso en su celular, Julián me gritó:
—¡Siempre estás desconfiando! Si no te gusta cómo soy, ahí está la puerta.
Me fui llorando a casa. Pero al día siguiente volvió con flores y promesas vacías. Así era nuestro ciclo: peleas, lágrimas, reconciliaciones apasionadas. Yo justificaba todo pensando que así era el amor verdadero: intenso y complicado.
Cuando me propuso matrimonio en una cena familiar, todos aplaudieron. Su madre me abrazó fuerte y me susurró al oído: “Eres bienvenida en esta familia”. Pero algo en sus ojos me hizo dudar.
Los preparativos de la boda fueron un caos. Julián no se involucraba en nada; decía que eso era cosa de mujeres. Yo corría entre la oficina y las tiendas buscando el vestido perfecto, los centros de mesa, los músicos. Él solo aparecía para criticar mis elecciones o para decirme que estaba gastando mucho dinero.
Una tarde, mientras revisaba las invitaciones en casa de Julián, escuché una conversación entre él y su madre en la sala:
—Mamá, Lucía es muy sensible. Todo le afecta —decía Julián con fastidio.
—Hijo, no puedes tratarla así. El matrimonio es cosa seria —respondió doña Teresa.
—Ay mamá, no empieces…
Me sentí invisible. Como si mi presencia fuera un estorbo.
Esa noche no pude dormir. Recordé todas las veces que Julián me había hecho sentir menos: cuando criticó mi acento pastuso delante de sus amigos; cuando se burló de mi sueño de estudiar una maestría; cuando me dijo que las mujeres debían quedarse en casa después de casarse.
La gota que colmó el vaso fue una semana antes de la boda. Encontré mensajes en su celular con otra mujer. No eran explícitos, pero sí lo suficientemente cariñosos para romperme el corazón. Cuando lo enfrenté, negó todo y me acusó de invadir su privacidad.
Me fui directo a casa de doña Teresa buscando consuelo o quizás una explicación. Ella me recibió con un abrazo cálido y me preparó café.
—Lucía —me dijo con voz suave—, yo también fui joven y enamorada. Me casé con el papá de Julián pensando que podía cambiarlo… pero los hombres no cambian si no quieren.
Sentí un nudo en la garganta.
—¿Usted cree que Julián va a cambiar? —pregunté con voz quebrada.
Ella suspiró y tomó mis manos entre las suyas.
—Mija, usted es una mujer valiosa. No merece vivir esperando migajas de amor ni justificando lo injustificable. El matrimonio no arregla nada; solo agranda los problemas.
Lloré como nunca antes. Doña Teresa me abrazó y me dejó llorar hasta quedarme sin lágrimas.
Al día siguiente cancelé la boda. Mi familia se sorprendió; algunos amigos me llamaron cobarde. Pero doña Teresa me apoyó en silencio, llevándome sopa caliente y palabras de aliento durante los días más difíciles.
Hoy han pasado dos años desde aquel día. Trabajo en otra ciudad, terminé mi maestría y aprendí a quererme más. A veces veo a Julián en redes sociales: sigue igual, rodeado de mujeres y promesas rotas.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres seguimos atrapadas en relaciones donde confundimos amor con costumbre o miedo a la soledad? ¿Cuántas veces ignoramos las señales por miedo al qué dirán?
¿Y tú? ¿Has tenido el valor de soltar algo que te hacía daño aunque te doliera el alma?