Una Propuesta Inesperada en la Terminal de Retiro

—¿Te casarías conmigo ahora mismo? —me preguntó Julián, con la voz temblorosa y los ojos brillando bajo la luz mortecina de la terminal de Retiro. El ruido de los colectivos y el olor a café barato se mezclaban con mi confusión. Llevaba apenas tres horas con él, un desconocido que había conocido en la fila para comprar pasajes a Rosario.

No sé si fue la lluvia torrencial, el cansancio o el vacío que sentía desde que mi mamá se fue a España, pero respondí que sí. Sentí que, por una vez, podía tomar el control de mi vida, aunque fuera a través de una locura. Julián sonrió como si le hubiera salvado la vida. Yo solo quería dejar de sentirme invisible.

Mi hermana Lucía siempre dice que soy demasiado impulsiva, pero esa noche no me importó. Caminamos bajo la lluvia, riéndonos como dos adolescentes, y terminamos en un hotel barato cerca del Obelisco. No hubo pasión, solo una extraña ternura y el miedo compartido de dos almas solitarias.

A la mañana siguiente, Julián me miró con una mezcla de admiración y pánico. —¿De verdad lo vamos a hacer? —preguntó mientras buscaba su celular para llamar a un amigo que era juez de paz en Avellaneda.

Me reí para no llorar. —¿Por qué no? Total, nadie nos espera en casa —le respondí, sintiendo el peso de mis palabras. Mi papá apenas me hablaba desde que dejé la facultad y mi mejor amiga, Camila, se había mudado a México hacía un mes.

El trámite fue rápido y surrealista. Firmamos los papeles frente a dos testigos improvisados: una señora que vendía chipá en la plaza y un chico que hacía malabares en el semáforo. Cuando salimos del registro civil, Julián me tomó la mano con fuerza.

—Ahora somos familia —dijo, como si eso pudiera curar todas nuestras heridas.

Pero la realidad golpea más fuerte que cualquier tormenta. Al volver al hotel, Julián recibió un mensaje. Su exnovia, Mariana, le pedía que volviera a casa para ver a su hijo enfermo. Vi cómo su rostro se descomponía y sentí una punzada de celos irracionales.

—No sabía cómo decírtelo… —balbuceó—. No estoy seguro de lo que quiero. Solo sé que no quiero estar solo.

Me quedé en silencio. ¿Qué esperaba yo? ¿Que un desconocido llenara el vacío que ni mi familia ni mis amigos podían llenar?

Esa tarde, mientras él se iba apurado y yo quedaba sola en la habitación con olor a humedad, revisé mi celular. Tenía 17 llamadas perdidas de Lucía y un mensaje de voz de mi papá: “¿Dónde estás? No juegues con tu vida así”.

Lloré como hacía años no lloraba. Me sentí estúpida, usada y más sola que nunca. Pero también sentí algo nuevo: una chispa de dignidad. ¿Por qué buscaba refugio en brazos ajenos cuando ni siquiera podía mirarme al espejo sin sentir vergüenza?

Esa noche caminé por Corrientes hasta Plaza Congreso. Vi parejas peleando, madres apurando a sus hijos bajo la lluvia, vendedores ambulantes gritando sus ofertas. Todos luchando por algo: amor, dinero, un poco de paz.

Me senté en un banco y llamé a Lucía. —La cagué —le dije entre sollozos.

Ella no me retó ni me juzgó. Solo me escuchó y me dijo: —Volvé a casa. Acá te esperamos.

Volver fue difícil. Mi papá no me habló por días y mi abuela me miraba como si fuera una extraña. Pero poco a poco fui reconstruyendo mi vida. Conseguí trabajo en una librería del barrio y empecé terapia en el hospital público.

Julián me escribió varias veces. Me pidió perdón, me contó que volvió con Mariana por su hijo pero que pensaba en mí cada día. No le respondí. Entendí que ambos habíamos usado esa noche para huir de nuestros miedos, pero no podíamos construir nada real sobre cimientos tan frágiles.

Hoy miro hacia atrás y me duele recordar esa versión rota de mí misma, pero también le agradezco. Sin esa locura no habría aprendido a poner límites ni a buscar dentro mío lo que siempre busqué afuera.

A veces me pregunto: ¿cuántos de nosotros tomamos decisiones desesperadas solo para sentirnos menos solos? ¿Cuántas veces confundimos compañía con amor verdadero?

¿Y vos? ¿Alguna vez te dejaste llevar por el miedo a estar solo? ¿Qué aprendiste después?