Veinticinco años de silencios: La última noche de Mariana
—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Julián? —pregunté, mi voz temblando mientras el reloj marcaba las once y media de la noche. La casa estaba en silencio, salvo por el zumbido del ventilador y el eco de mis palabras en la sala vacía. Julián ni siquiera me miró; dejó las llaves sobre la mesa y murmuró algo sobre una reunión en la oficina. Pero yo ya sabía la verdad. La había sabido por años.
Me llamo Mariana Torres, tengo 48 años y vivo en un barrio de clase media en Monterrey. Hace veinticinco años me casé con Julián, el hombre que creí que sería mi compañero de vida. Tuvimos dos hijos: Camila y Emiliano. Desde afuera, éramos la familia perfecta; las fotos en Facebook, las reuniones familiares los domingos, los cumpleaños llenos de risas. Pero adentro… adentro yo era una sombra de mí misma.
La primera vez que sospeché fue cuando encontré un recibo de hotel en su saco. Me temblaron las manos, pero no dije nada. «Seguro es del trabajo», me repetí, aunque mi corazón sabía que no era cierto. Luego vinieron los mensajes extraños en su celular, las llamadas que cortaba apenas entraba yo a la habitación, los perfumes ajenos impregnados en su ropa. Cada vez que lo enfrentaba, él negaba todo con una frialdad que me congelaba el alma.
—Estás loca, Mariana. ¿Por qué siempre tienes que imaginar cosas? —me decía, mirándome con esos ojos que antes me hacían sentir segura y ahora solo me hacían sentir pequeña.
Mi mamá siempre decía: «Una mujer debe aguantar por sus hijos». Y yo le creí. Aguanté los desplantes, las ausencias, las mentiras. Aguanté porque tenía miedo de quedarme sola, miedo al qué dirán, miedo a romperle el corazón a mis hijos. Aguanté porque en mi familia nadie se divorcia; porque aquí en México todavía pesa mucho el apellido y la reputación.
Pero cada lágrima que derramé en silencio fue una grieta más en mi corazón. Me volví experta en fingir: sonreía en las fiestas, organizaba cenas familiares, le preparaba su café como si nada pasara. Mis amigas me decían que tenía suerte de tener un esposo trabajador, una casa bonita, hijos sanos. Nadie veía mis noches en vela ni escuchaba mis gritos ahogados en la almohada.
Un día, Camila llegó llorando del colegio porque alguien le dijo que su papá tenía «otra familia». Sentí que el mundo se me venía abajo. ¿Cómo protegerla del dolor si yo misma era incapaz de protegerme? Esa noche le pedí a Julián que hablara con ella, pero él solo se encogió de hombros y salió a «trabajar» otra vez.
Los años pasaron y aprendí a vivir con la traición como quien aprende a vivir con una herida que nunca cierra. Pero hace unos meses, mientras veía a Emiliano graduarse de la universidad, sentí una punzada de orgullo… y de tristeza. Me di cuenta de que había sacrificado mi felicidad por una familia que ya no existía más que en las apariencias.
Esa noche hablé con mi hermana Lucía:
—No puedo más —le confesé entre sollozos—. Siento que me estoy muriendo por dentro.
—Mariana, ya hiciste demasiado por todos. Ahora te toca pensar en ti —me respondió ella, tomándome la mano con fuerza.
Fue la primera vez en años que sentí un poco de esperanza. Empecé a ir a terapia sin decirle a nadie. Descubrí que no estaba sola; muchas mujeres como yo vivían atrapadas entre el deber y el miedo. Empecé a escribir un diario donde volcaba todo lo que nunca me atreví a decirle a Julián.
Hoy es nuestro aniversario número veinticinco. Julián organizó una cena con toda la familia: sus padres conservadores, mis suegros siempre tan críticos; mis hijos; Lucía; hasta mi tía Rosa vino desde Saltillo. La mesa está llena de platillos típicos: cabrito al horno, tortillas recién hechas, arroz con leche para el postre. Todos brindan por «la pareja ejemplar».
Me levanto para dar un discurso. Siento el corazón latiendo como un tambor en mi pecho.
—Quiero agradecerles por estar aquí —empiezo, mi voz firme aunque por dentro tiemblo—. Veinticinco años no son poca cosa… pero hoy quiero decir algo importante.
Julián me mira con esa sonrisa falsa que tanto detesto. Mis hijos se quedan quietos, expectantes.
—Durante muchos años fingí ser feliz —continúo—. Fingí porque tenía miedo de defraudar a todos ustedes… pero sobre todo porque tenía miedo de enfrentarme a mí misma.
El silencio es absoluto. Siento las miradas clavadas en mí como cuchillos.
—Julián —miro directo a sus ojos—: Sé de tus infidelidades desde hace más de diez años. Lo supe siempre y callé por miedo… pero hoy ya no tengo miedo.
Mi suegra se lleva la mano al pecho; mi suegro frunce el ceño; Camila empieza a llorar; Emiliano aprieta los puños bajo la mesa.
—Hoy decido dejarte —digo finalmente—. No por odio ni por venganza, sino porque merezco ser feliz y ya no quiero seguir viviendo una mentira.
Julián se levanta furioso:
—¿Estás loca? ¿Vas a arruinar nuestra familia por un capricho?
—Nuestra familia ya estaba rota desde hace mucho —le respondo con calma—. Solo fui yo quien intentó pegar los pedazos sola.
Salgo de la sala sintiendo una mezcla de miedo y alivio. Sé que vendrán días difíciles: chismes de vecinos, críticas familiares, noches solitarias… pero también sé que por primera vez en mucho tiempo estoy siendo fiel a mí misma.
Mientras cierro la puerta detrás de mí, me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas en matrimonios sin amor solo por miedo al qué dirán? ¿Cuándo aprenderemos a elegirnos primero? ¿Y tú… te atreverías a dar este paso?