Bajo el mismo techo: cuando la amistad se pone a prueba
—¿De verdad no te molesta que me quede un tiempo más? —me preguntó Lucía, con esa voz temblorosa que nunca le había escuchado antes.
Apreté los labios, conteniendo el suspiro. Habían pasado tres meses desde que Lucía llegó a mi departamento en el centro de Guadalajara, arrastrando dos maletas y un corazón roto. Yo misma le ofrecí mi casa cuando me llamó llorando tras el divorcio con Ernesto. “Aquí tienes tu casa, amiga, para lo que necesites”, le dije sin dudarlo, recordando todas las veces que ella estuvo para mí: cuando murió mi papá, cuando perdí mi primer trabajo, cuando me rompieron el corazón en la universidad.
Pero ahora, mientras la veía sentada en mi sofá —mi sofá— con mis pantuflas puestas y la taza de café que yo misma le preparé, sentí una punzada de rabia mezclada con culpa. ¿En qué momento empecé a sentirme una invitada en mi propia casa?
Lucía siempre fue la fuerte, la que organizaba las fiestas, la que tenía respuestas para todo. Pero desde que llegó, se convirtió en una sombra: pasaba horas viendo telenovelas, apenas salía de la casa y dejaba los platos sucios en el fregadero como si fueran invisibles. Al principio no me importó. “Está deprimida”, me repetía. “Necesita tiempo”.
Pero los días se volvieron semanas y las semanas meses. Yo llegaba del trabajo agotada y encontraba la sala desordenada, ropa tirada en el baño y comida desaparecida del refrigerador. Una noche, después de un día especialmente pesado en la oficina, encontré a Lucía usando mi blusa favorita sin pedirme permiso.
—¿Te molesta si me la pongo? —preguntó tarde, ya con la prenda puesta.
—No… —mentí, tragando saliva—. Solo cuídala, porfa.
Me encerré en mi cuarto y lloré en silencio. ¿Por qué no podía decirle lo que sentía? ¿Por qué me daba miedo herirla?
Las cosas empeoraron cuando mi mamá vino de visita. Apenas entró a la casa, frunció el ceño al ver el desorden.
—¿Qué está pasando aquí, Mariana? —me susurró mientras Lucía dormía en el sillón.
—Nada, mamá. Solo… Lucía está pasando por un momento difícil.
—¿Y tú? ¿Quién te cuida a ti?
Esa pregunta me persiguió toda la noche. Empecé a notar cómo evitaba llegar temprano a casa, cómo inventaba excusas para quedarme más tiempo en el trabajo o salir con mis compañeros. Me sentía culpable por pensar así de mi mejor amiga, pero también resentida porque nadie parecía notar mi cansancio.
Una tarde de domingo, mientras lavaba los platos que Lucía había dejado desde el desayuno, exploté. Sentí cómo la rabia me subía por el pecho y antes de darme cuenta estaba gritando:
—¡No soy tu sirvienta, Lucía! ¡Esta también es mi casa!
Lucía me miró como si no entendiera nada. Sus ojos se llenaron de lágrimas y por un momento vi a la niña asustada que conocí en la secundaria.
—Perdón… —susurró—. No quería ser una carga.
Nos quedamos en silencio largo rato. Yo temblaba de rabia y tristeza; ella lloraba bajito. Finalmente, se levantó y fue a su cuarto improvisado. Esa noche no cenamos juntas ni vimos nuestra serie favorita.
Los días siguientes fueron incómodos. Lucía empezó a buscar departamentos para rentar y yo sentí un vacío extraño en el estómago. ¿Eso era lo que quería? ¿Que se fuera? ¿O solo necesitaba recuperar mi espacio?
Una tarde, mientras tomábamos café en el balcón —el único lugar donde aún podíamos respirar juntas— Lucía habló:
—¿Te acuerdas cuando nos escapamos a Chapala sin permiso de nuestros papás?
Sonreí a medias.
—Sí… casi nos mata tu mamá cuando volvimos.
—Siempre pensé que nada podía separarnos —dijo ella—. Pero creo que vivir juntas no es lo nuestro.
Me reí entre lágrimas.
—Quizá no… pero eso no significa que no te quiera.
Nos abrazamos largo rato. Esa noche dormí mejor que nunca.
Lucía se fue dos semanas después. El departamento volvió a ser mío: ordenado, silencioso… pero también un poco más vacío. Seguimos viéndonos los fines de semana; nuestra amistad sobrevivió al huracán de la convivencia, pero ambas quedamos marcadas por esa experiencia.
Ahora entiendo que ayudar a alguien no significa sacrificarte por completo ni dejar de poner límites. A veces amar a alguien es decirle “basta”, aunque duela.
¿Hasta dónde debe llegar una amistad verdadera? ¿Cuántos sacrificios son justos antes de perderte a ti misma? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?