Cortar el lazo: La historia de Mariana desde Medellín
—¿Otra vez llegas tarde, Mariana? —la voz de mi madre retumbó en el pequeño apartamento, como si cada palabra fuera un golpe seco contra la puerta. Yo tenía 27 años y aún sentía que debía pedir permiso para respirar.
—Estaba en la universidad, mamá. Tenía que terminar un trabajo —respondí, evitando su mirada. Sabía que no importaba la excusa; para ella, siempre había algo que yo hacía mal.
Mi padre, sentado en la mesa con su café frío, ni siquiera levantó la vista del periódico. En mi casa, el silencio era más ruidoso que cualquier grito. Las palabras no dichas se acumulaban en las esquinas, como polvo que nadie se atrevía a limpiar.
Crecí en Medellín, en un barrio donde todos se conocían y los chismes volaban más rápido que las motos por la Avenida Oriental. Mi familia era de esas que iban a misa los domingos y saludaban con una sonrisa a los vecinos, pero puertas adentro éramos extraños. Mi madre, Gloria, siempre encontraba una razón para criticarme: mi ropa, mis amigos, mi carrera. Mi padre, Hernán, prefería callar y dejar que el tiempo pasara frente al televisor.
Desde niña aprendí a caminar de puntillas, a no hacer ruido, a no molestar. Cuando tenía 15 años y le confesé a mi mamá que quería estudiar literatura, me miró como si hubiera dicho una blasfemia.
—¿Y de eso vas a vivir? ¿Vas a terminar vendiendo libros en la calle? —me dijo con esa mezcla de burla y preocupación que tanto dolía.
A los 20 años conocí a Camilo en la universidad. Él era todo lo que yo no me atrevía a ser: libre, rebelde, sin miedo al qué dirán. Con él aprendí a reírme de mis propios errores y a soñar con una vida diferente. Pero cada vez que llegaba tarde a casa después de estar con él, mi madre me esperaba despierta, lista para recordarme lo mucho que la decepcionaba.
—No sé por qué insistes en hacerme sufrir —me decía—. ¿No te das cuenta de todo lo que he sacrificado por ti?
La culpa era como una sombra pegada a mis talones. Intenté complacerla: cambié de amigos, estudié administración por un semestre, incluso dejé de ver a Camilo por un tiempo. Pero nada era suficiente.
El punto de quiebre llegó una noche de diciembre. Habíamos tenido una discusión absurda porque llegué tarde de una reunión con compañeros de la universidad. Mi madre gritó, mi padre se fue al cuarto y yo sentí que me ahogaba.
—¡No aguanto más! —grité—. ¡No puedo seguir viviendo así!
Mi madre me miró con desprecio.
—Si tanto te molesta esta casa, vete. Nadie te está obligando a quedarte.
Esa noche dormí en el sofá de una amiga. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Al día siguiente, volví solo para recoger algunas cosas. Mi padre me miró desde el pasillo, pero no dijo nada. Mi madre ni siquiera salió del cuarto.
Durante semanas sentí un vacío inmenso. La libertad dolía más de lo que imaginé. Extrañaba incluso las cosas que odiaba: el olor del café en las mañanas, el ruido del televisor, las discusiones por tonterías. Pero también sentí algo nuevo: paz.
Conseguí un trabajo medio tiempo en una librería del centro y compartí apartamento con dos amigas. Por primera vez en mi vida podía decidir qué comer, a qué hora llegar o con quién salir. Nadie me juzgaba por mis decisiones. Empecé a escribir otra vez; llené cuadernos con historias sobre mujeres que se atreven a romper cadenas.
Las llamadas de mi madre eran cada vez menos frecuentes y más frías:
—¿Vas a venir para Navidad?
—No puedo, tengo turno en la librería —mentía yo, aunque en realidad no quería enfrentar otra cena llena de silencios incómodos.
Algunos familiares me criticaron:
—¿Cómo puedes dejar sola a tu mamá? —me decía mi tía Lucía—. Uno nunca abandona a la familia.
Pero nadie sabía lo que era vivir bajo ese techo, sentir que tu vida no te pertenece. Nadie entendía el peso de la culpa ni el miedo constante a decepcionar.
Un día recibí un mensaje de Camilo:
—¿Todavía escribes? ¿Todavía sueñas?
Me di cuenta de que sí. Que por primera vez en mucho tiempo estaba viviendo para mí y no para cumplir expectativas ajenas.
A veces camino por las calles de Medellín y veo familias riendo juntas en los parques o parejas discutiendo en las esquinas. Me pregunto si algún día podré perdonar a mis padres o si ellos podrán entender mi decisión. No sé si algún día volveré a esa casa ni si podré sanar todas las heridas.
Pero hoy sé que elegirme a mí misma fue el acto más valiente de mi vida.
¿Ustedes creen que es egoísta poner límites incluso cuando se trata de la familia? ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad con quienes nos criaron?