Cuando el amor se va: La historia de Krystina

—¿Por qué ya no me mirás igual, Tomás? —le pregunté una noche, mientras la lluvia golpeaba los ventanales del pequeño departamento en Caballito. Él no respondió. Se limitó a mirar su celular, como si yo fuera una sombra más en la habitación.

No sé en qué momento todo cambió. Recuerdo que al principio, cuando nos conocimos en la facultad de Filosofía y Letras, él era mi sol. Me hacía reír con sus chistes sobre Borges y me llevaba a tomar mate al parque Centenario. Yo era feliz, tan feliz que no veía nada más allá de su sonrisa. Mi mamá, Marta, siempre me decía: “Krystina, no pongas todos los huevos en la misma canasta”. Pero yo no escuchaba. ¿Quién escucha cuando está enamorada?

La vida en Buenos Aires nunca fue fácil. Mi papá se fue cuando yo tenía ocho años y mi mamá se partía el lomo limpiando casas para que yo pudiera estudiar. Cuando conocí a Tomás, sentí que por fin todo tenía sentido. Él venía de una familia de clase media, con padres que discutían por política pero que siempre estaban juntos en la mesa del domingo. Yo quería eso para mí.

Pero el amor se fue deshilachando como una bufanda vieja. Primero fueron los silencios incómodos durante la cena. Después, las salidas con sus amigos sin invitarme. Y finalmente, las discusiones por cualquier cosa: que si no lavé los platos, que si gasté mucho en el supermercado, que si mi mamá llamaba demasiado seguido.

Una tarde, mientras preparaba milanesas para los dos, escuché su voz desde el dormitorio:
—¿Otra vez tu mamá? ¿No podés decirle que no venga todos los domingos?
Sentí un nudo en la garganta. Mi mamá era lo único que me quedaba de mi familia. Pero Tomás no lo entendía. O no quería entenderlo.

Empecé a notar detalles: mensajes de WhatsApp a altas horas de la noche, risas ahogadas cuando hablaba por teléfono y un perfume nuevo en su ropa. Una noche, después de una pelea absurda por la cuenta del gas, le pregunté directamente:
—¿Hay otra?
Él me miró con esos ojos marrones que antes me derretían y ahora solo me daban miedo.
—No seas paranoica, Krystina.
Pero yo sabía que algo se había roto.

La rutina se volvió insoportable. Me levantaba temprano para ir a dar clases en la escuela secundaria del barrio y volvía agotada, solo para encontrarlo mirando fútbol o jugando en la PlayStation. Ya no había besos ni caricias. Solo distancia.

Un sábado por la tarde, mi amiga Lucía vino a visitarme. Nos sentamos en el balcón con un termo de mate y ella me miró con esa compasión que tanto detesto.
—¿Por qué seguís ahí, Krysti? —me preguntó—. Vos valés mucho más que esto.
No supe qué responderle. ¿Cómo se deja ir a alguien que fue tu todo?

La gota que rebalsó el vaso llegó una noche de invierno. Volví temprano del trabajo porque una alumna se descompuso y suspendieron las clases. Cuando abrí la puerta del departamento, lo vi a Tomás abrazando a otra mujer en nuestro sillón. No hicieron falta palabras. Salí corriendo bajo la lluvia, sin paraguas ni abrigo.

Esa noche dormí en casa de mi mamá. Ella me abrazó fuerte y me preparó sopa de calabaza, como cuando era chica.
—Todo pasa por algo, hija —me dijo—. Mejor ahora que después.
Pero yo sentía que el mundo se me caía encima.

Los días siguientes fueron un infierno. Tomás me mandó mensajes pidiéndome perdón, diciendo que había sido un error, que no sabía lo que hacía. Pero yo ya no podía volver atrás. Había dado todo y me quedé vacía.

Volví al departamento solo para buscar mis cosas. Cada rincón tenía recuerdos: las fotos en la heladera, los libros compartidos, las plantas que regábamos juntos los domingos por la mañana. Me llevé solo lo necesario y dejé el resto atrás.

Empezar de nuevo fue duro. Volví a vivir con mi mamá y compartíamos el cuarto como cuando era adolescente. Mis alumnos notaron mi tristeza y una vez una nena me preguntó:
—Seño, ¿por qué está triste?
No supe qué decirle.

Lucía insistía en sacarme a bailar cumbia los viernes o a tomar cerveza artesanal en Palermo, pero yo solo quería dormir y olvidar. La ciudad seguía su ritmo frenético mientras yo sentía que caminaba bajo el agua.

Un día recibí una carta de mi papá desde Rosario. No lo veía desde hacía años. Me decía que había escuchado de mi ruptura y que si quería podía ir a visitarlo unos días. Dudé mucho antes de decidirme, pero finalmente tomé el micro y fui.

Mi papá vivía solo en un departamento pequeño lleno de libros y discos viejos de Charly García. Hablamos poco al principio, pero una noche me contó su versión de por qué se había ido:
—A veces uno se va porque tiene miedo —me dijo—. Miedo de lastimar o de ser lastimado.
Lo miré y sentí una mezcla de rabia y compasión. ¿Era eso lo que le pasaba a Tomás? ¿O era solo cobardía disfrazada?

Volví a Buenos Aires con más preguntas que respuestas. Pero algo había cambiado en mí. Empecé a salir más con Lucía y hasta me animé a tomar clases de tango en San Telmo. Mi mamá me miraba orgullosa cuando llegaba tarde los sábados:
—Así me gusta verte, hija —decía—, viva.

Poco a poco fui recuperando mi alegría. Empecé a escribir poemas sobre el amor y el desamor y hasta gané un concurso literario del barrio. Mis alumnos volvieron a verme sonreír y una vez una nena me regaló una flor dibujada:
—Para que nunca esté triste, seño.

A veces todavía pienso en Tomás y me pregunto si alguna vez fue real todo lo que vivimos o si solo fue una ilusión alimentada por mis ganas de ser amada. Pero ya no duele tanto.

Ahora sé que cada encuentro tiene su tiempo y su razón de ser. Que el amor puede irse sin avisar y dejarte vacía, pero también puede enseñarte a reconstruirte desde las cenizas.

Me miro al espejo cada mañana y me pregunto: ¿será posible volver a confiar? ¿O el amor es solo un espejismo en esta ciudad llena de historias rotas?

¿Y vos? ¿Alguna vez sentiste que el amor te dejó sin darte cuenta? ¿Cómo lograste seguir adelante?