Diez años después: Cuando los errores dejan cicatrices
—¿Mariana? ¿Sos vos?—
La voz me atravesó como un rayo en medio del bullicio de la Avenida Corrientes. Me giré, y ahí estaba Julián, parado frente a la pizzería Güerrin, con la misma sonrisa tímida que recordaba, pero con arrugas nuevas en los ojos. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Diez años sin verlo, diez años huyendo de ese nombre, de esa historia que me marcó para siempre.
No supe qué decir. Me quedé helada, con la bolsa del supermercado colgando de mi mano sudorosa. Él dio un paso hacia mí, inseguro.
—No puedo creerlo…— murmuró, y su voz tembló apenas.
Yo tampoco podía creerlo. ¿Qué hacía Julián en Buenos Aires? La última vez que lo vi fue en Rosario, la noche en que le grité que no confiaba en él, que prefería estar sola antes que arriesgarme a sufrir. Esa noche me fui dando un portazo, convencida de que tenía razón. Pero no la tenía. Y lo supe demasiado tarde.
—Hola, Julián…— logré decir, apenas un susurro.
Nos quedamos mirándonos, como si el tiempo se hubiera detenido. La gente pasaba a nuestro alrededor, ajena a la tormenta que se desataba dentro mío. Julián tenía una cicatriz en la ceja izquierda que no recordaba. Me pregunté cuántas cosas habrían cambiado en su vida. Cuántas en la mía.
—¿Querés tomar un café?— preguntó él, señalando el bar de la esquina.
Asentí sin pensar. Caminamos en silencio, como dos extraños que comparten un secreto. Nos sentamos junto a la ventana. Yo jugueteaba con el azúcar del sobrecito mientras él me observaba con una mezcla de nostalgia y cautela.
—¿Cómo estás?— preguntó finalmente.
No supe por dónde empezar. ¿Cómo resumir diez años de soledad, de trabajos mediocres, de relaciones fallidas y domingos interminables viendo películas viejas con mi gato? ¿Cómo explicarle que nunca volví a confiar en nadie como confié en él?
—Bien… O eso intento— respondí, evitando su mirada.
Él sonrió con tristeza.
—Yo también. Me casé hace unos años… pero me separé. Tengo una hija, Lucía. Vive con su mamá en Córdoba.
Sentí una punzada en el pecho. Julián había seguido adelante. Yo no.
—Me alegro por vos— mentí.
Él bajó la mirada y jugó con la taza de café.
—¿Te acordás de aquella noche en el parque Independencia?— preguntó de repente.
Claro que me acordaba. Fue la última vez que fuimos felices. Caminábamos bajo los jacarandás en flor y yo le prometí que nunca lo dejaría solo. Dos semanas después, mis celos y mi miedo a sufrir lo arruinaron todo.
—Lo arruiné todo, Julián— dije de golpe, sintiendo las lágrimas arderme en los ojos.— Fui una cobarde. No te merecías lo que te hice.
Él suspiró y se quedó callado un momento.
—Mariana… yo también cometí errores. No fui claro con vos. Pero ya pasó mucho tiempo…
Negué con la cabeza.
—No para mí. Nunca pude perdonarme. Ni volver a confiar en nadie… Ni siquiera en mí misma.
El silencio se hizo pesado entre nosotros. Afuera, la ciudad seguía su ritmo frenético, pero para mí todo se reducía a ese instante: dos personas rotas intentando entender dónde se quebraron.
—¿Por qué nunca volviste a buscarme?— pregunté, casi sin querer.
Julián me miró con una tristeza infinita.
—Te busqué, Mariana. Fui a tu casa varias veces, pero tu mamá me echó cada vez que aparecía.— Hizo una pausa.— Me dijo que era mejor para vos olvidarme…
Sentí rabia y dolor mezclados. Mi mamá siempre pensó que Julián no era suficiente para mí porque venía de una familia humilde del barrio Tablada. Yo era la primera universitaria de mi familia y ella soñaba con otro futuro para mí. Pero nunca supe que lo había alejado así.
—Nunca me lo dijo…— susurré.— Yo pensé que te habías rendido…
Él sonrió amargamente.
—Me rendí cuando entendí que no podía luchar contra tu familia y tus miedos al mismo tiempo.
Las palabras me golpearon como una cachetada. ¿Cuántas veces dejamos que otros decidan por nosotros? ¿Cuántas veces el miedo pesa más que el amor?
Nos quedamos callados largo rato. El café se enfrió entre nosotros. Afuera empezaba a lloviznar y las luces de la ciudad se reflejaban en los charcos del asfalto.
—¿Sos feliz ahora?— pregunté al fin.
Julián dudó antes de responder.
—A veces.— Sonrió.— Cuando veo a Lucía reírse, siento que todo valió la pena. Pero hay noches en las que todavía sueño con vos…
Sentí las lágrimas correrme por las mejillas y no intenté ocultarlas.
—Yo también sueño con vos.— Admitirlo fue como abrir una herida vieja.— Pero ya es tarde, ¿no?
Julián tomó mi mano por un instante y sentí el calor familiar de antes.
—Nunca es tarde para perdonarse.— Dijo suavemente.— Ni para aprender a quererse un poco más.
Nos despedimos bajo la lluvia fina de Buenos Aires, sabiendo que no habría segundas oportunidades pero sí una nueva paz en nuestros corazones. Caminé hasta mi departamento sintiendo el peso de los años y los silencios acumulados, pero también una extraña ligereza: por fin había dicho lo que llevaba tanto tiempo guardando.
Ahora me pregunto: ¿cuántas veces dejamos pasar el amor por miedo o por orgullo? ¿Cuántos secretos familiares nos roban la oportunidad de ser felices? ¿Y ustedes? ¿Se animarían a buscar el perdón después de tanto tiempo?