El Silencio de los Mangos: Diario de un Amor Callado
—¿Por qué me miras así, Julián? —me preguntó Camila, con esa voz suya que siempre logra calmarme y desarmarme a la vez.
No supe qué responder. Era la noche del cumpleaños de mi mamá, en la terraza de nuestra casa en Medellín, y la música de salsa se mezclaba con el bullicio de los primos y el olor a mango maduro. Camila estaba sentada a mi lado, con las piernas cruzadas y la mirada perdida en el cielo. Yo solo podía mirarla a ella, como lo había hecho durante veinte años, desde que éramos niños y jugábamos a escondernos entre los cafetales del abuelo.
Pero esa noche, algo era diferente. Había una tensión en el aire, un silencio incómodo que nunca antes había existido entre nosotros. Sentí que si decía una palabra más, todo lo que habíamos construido se derrumbaría como las casas viejas del barrio Prado cuando tiembla.
—Nada, Cami… Solo pensaba en lo rápido que pasa el tiempo —mentí, bajando la mirada para que no viera el temblor en mis ojos.
Ella sonrió con tristeza. Siempre supo leerme como un libro abierto. Me tocó la mano, apenas un roce, pero sentí un corrientazo que me recorrió todo el cuerpo. Quise decirle la verdad: que la amaba desde siempre, que cada vez que la veía reír con otro sentía que me arrancaban un pedazo del alma. Pero no pude. No quise arriesgarme a perderla.
Esa noche escribí en mi diario:
«Hoy Camila me miró diferente. No sé si fue mi imaginación o si ella también siente este peso en el pecho. ¿Y si le digo? ¿Y si pierdo su amistad? Mejor callo. Mejor sigo siendo el amigo fiel, el confidente, el que siempre está ahí cuando ella llora por otros amores.»
Mi mamá siempre decía: «Julián, uno no puede vivir con el corazón apretado. Hay que dejarlo volar». Pero yo nunca aprendí a soltar. Mi papá se fue cuando yo tenía ocho años y desde entonces aprendí a guardar los sentimientos bajo llave. Camila era mi refugio, mi familia elegida, la única constante en medio del caos de mi vida.
Pasaron los meses y todo siguió igual… hasta que llegó Andrés. Lo conocimos en la universidad, un tipo simpático, carismático, de esos que llenan cualquier espacio con su presencia. Camila se enamoró de él casi sin darse cuenta y yo tuve que tragarme mi dolor mientras la veía feliz a su lado.
Una tarde, mientras tomábamos café en la esquina de San Juan con la 70, Camila me confesó:
—Julián, creo que estoy enamorada de Andrés… pero tengo miedo de perderte a ti.
Sentí un nudo en la garganta. Quise gritarle que yo también la amaba, que nadie podría quererla como yo. Pero solo atiné a decir:
—No te preocupes por mí, Cami. Siempre voy a estar aquí para ti.
Mentira tras mentira. Cada vez me costaba más respirar.
Mi hermana menor, Valeria, fue la única que notó mi tristeza. Una noche entró a mi cuarto y me encontró escribiendo en el diario.
—¿Por qué no le dices lo que sientes? —me preguntó sin rodeos—. ¿No te cansas de ser el amigo invisible?
—Es mejor así —le respondí—. Prefiero tenerla cerca como amiga que perderla para siempre.
Valeria negó con la cabeza y salió dando un portazo. A veces pienso que ella es más valiente que yo.
El tiempo pasó y Andrés le propuso matrimonio a Camila. La noticia cayó como una bomba en mi familia; todos sabían lo que yo sentía menos ella. El día del compromiso, Camila me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Gracias por ser mi mejor amigo… No sé qué haría sin ti.
Esa noche lloré como nunca antes. Me sentí solo en medio de la fiesta, rodeado de gente pero vacío por dentro. Mi mamá me encontró en el patio, sentado bajo el árbol de mangos.
—Hijo, uno no puede vivir toda la vida escondiéndose —me dijo acariciándome el cabello—. Si no luchas por lo que amas, te vas a arrepentir toda la vida.
Las palabras de mi mamá retumbaron en mi cabeza durante días. Finalmente decidí escribirle una carta a Camila. No tenía el valor de decírselo en persona, así que llené tres páginas con todo lo que sentía: cómo me enamoré de ella cuando tenía trece años, cómo cada sonrisa suya era un regalo y cada lágrima una herida para mí.
El día antes de su boda fui a su casa con la carta en el bolsillo. Ella estaba sola, probándose el vestido blanco frente al espejo.
—¿Estás nerviosa? —le pregunté desde la puerta.
Ella asintió y me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Julián… ¿tú crees que estoy haciendo lo correcto?
Sentí que era mi última oportunidad.
—Cami… yo…
Pero las palabras se atoraron en mi garganta. Ella se acercó y me abrazó fuerte.
—Gracias por estar aquí —susurró—. Eres lo más importante para mí.
No pude darle la carta. No pude romperle el corazón ni arruinarle la felicidad por egoísmo propio. Salí de su casa sintiendo que había perdido una batalla sin siquiera pelearla.
La boda fue hermosa y triste al mismo tiempo. Vi a Camila caminar hacia el altar tomada del brazo de su papá, radiante y feliz. Yo estaba entre los invitados, sonriendo por fuera y muriendo por dentro.
Después del brindis, Camila vino a buscarme al jardín.
—¿Estás bien? —me preguntó preocupada.
—Sí —mentí una vez más—. Solo estoy feliz por ti.
Ella me abrazó por última vez esa noche y sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.
Hoy escribo esto desde mi cuarto, rodeado del silencio de los mangos maduros cayendo al suelo. Me pregunto si hice bien en callar o si debí arriesgarlo todo por amor.
¿Vale la pena sacrificar lo que sentimos por miedo a perder lo poco que tenemos? ¿Cuántos amores se quedan guardados para siempre por no atrevernos a hablar?