Entre Dos Mundos: Cuando Mi Esposo Eligió Otro Camino

—¿Otra vez con lo mismo, Iván? —le grité mientras cerraba la puerta de la cocina con fuerza—. ¡No quiero criar a nuestros hijos entre vacas y gallinas! ¿Por qué no puedes entenderlo?

Él me miró con esos ojos cansados, llenos de sueños que nunca compartí. Era la tercera discusión de la semana. Afuera, el ruido de la Ciudad de México se colaba por la ventana: cláxones, vendedores ambulantes, el murmullo incesante de la vida urbana. Yo, Mariana, hija única de padres sobreprotectores, jamás imaginé que mi mayor batalla sería contra el hombre que amaba.

Iván venía de un pequeño pueblo en Veracruz. Su infancia estaba marcada por el olor a tierra mojada y el canto de los gallos al amanecer. Siempre decía que la ciudad lo asfixiaba, que necesitaba espacio para respirar. Yo, en cambio, encontraba consuelo en el concreto y las luces de neón. Mi vida era aquí: mi trabajo como maestra, mis amigas de toda la vida, mis padres a solo dos estaciones del metro.

La tensión creció después de una visita a casa de mis papás. Mi madre, doña Teresa, no perdió oportunidad para recordarle a Iván lo mucho que me necesitaban cerca. «Mijito, Mariana es nuestra única hija. ¿De verdad quieres llevártela tan lejos? Aquí tiene todo: trabajo, familia, seguridad…», decía mientras servía café con pan dulce. Iván apenas respondía, pero yo veía cómo sus manos temblaban sobre la taza.

Esa noche, al regresar a nuestro departamento, explotó.

—¿Sabes qué? Ya no puedo más —dijo con voz quebrada—. Siento que aquí nunca voy a ser feliz. No pertenezco a este lugar.

—¿Y yo? —le respondí—. ¿No te importa lo que yo quiero? ¿Mi familia? ¿Mi vida?

El silencio se hizo eterno. Dormimos dándonos la espalda.

Los días siguientes fueron una mezcla de rutinas vacías y palabras no dichas. Iván empezó a pasar más tiempo fuera; decía que iba a buscar trabajo, pero yo sabía que estaba visitando agencias inmobiliarias en los alrededores de Puebla y Morelos. Una tarde llegó con folletos y fotos de casas rodeadas de árboles y campos verdes.

—Mira, Mariana —me dijo con una sonrisa esperanzada—. Imagínate despertar aquí, sin ruido, sin contaminación… Nuestros hijos podrían correr libres.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Y mis padres? ¿Mi escuela? ¿Mis amigas? ¿Quién sería yo lejos de todo lo que conocía?

Intenté hablar con él, buscar un punto medio. «Podemos ir los fines de semana», le propuse. Pero Iván quería todo o nada.

Las discusiones se volvieron más intensas. Una noche, después de una pelea especialmente dura, Iván salió sin decir palabra. Regresó al amanecer, oliendo a tierra y a leña quemada.

—Fui al pueblo —me confesó—. Hablé con mi hermano. Hay una casa disponible… podríamos mudarnos en un mes.

Sentí que el mundo se me venía encima. Lloré como no lo hacía desde niña. Lloré por mi familia, por mi ciudad, por el amor que sentía desmoronarse entre mis manos.

Mis padres intentaron intervenir. Mi mamá me abrazaba y me decía: «No te vayas, hija. Aquí tienes todo lo que necesitas». Mi papá apenas hablaba; solo me miraba con tristeza desde su sillón.

Iván también buscó apoyo en su familia. Su mamá me llamó desde Veracruz: «Marianita, aquí siempre tendrás un lugar. La vida en el campo es dura pero hermosa».

La presión aumentó hasta que un día Iván me dio un ultimátum:

—No puedo seguir así. Si no quieres venir conmigo, me voy solo.

Me quedé paralizada. ¿Cómo elegir entre el hombre que amaba y la vida que conocía?

Esa noche soñé con mi infancia: los domingos en Coyoacán con mis padres, las fiestas familiares, los paseos por Chapultepec. Pero también soñé con Iván sonriendo bajo un cielo estrellado en su pueblo natal.

Al despertar, supe que tenía que decidir.

Nos sentamos frente a frente en la mesa del desayuno. El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.

—Iván —dije al fin—, no puedo dejar mi vida aquí. No puedo abandonar a mis padres ahora que están envejeciendo. No puedo ser feliz lejos de ellos.

Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas contenidas.

—Yo tampoco puedo seguir aquí —susurró—. Me estoy apagando poco a poco.

Nos abrazamos como si fuera la última vez.

Iván se fue dos semanas después. Me dejó una carta donde me agradecía por los años juntos y me pedía perdón por no poder ser el hombre que necesitaba en la ciudad.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones: tristeza, rabia, alivio y culpa. Mis padres intentaron animarme, pero yo sabía que algo dentro de mí se había roto para siempre.

A veces pienso en Iván trabajando la tierra bajo el sol veracruzano. Me pregunto si encontró la paz que buscaba o si extraña las luces de la ciudad tanto como yo extraño su risa en nuestra pequeña cocina.

¿Es posible amar a alguien y aun así tener que dejarlo ir? ¿Cuántos matrimonios en Latinoamérica se rompen por sueños incompatibles? ¿Qué harían ustedes si tuvieran que elegir entre el amor y sus raíces?