Entre el amor y la ambición: La historia de Mariana
—¿Otra vez con esa idea, Mariana? —La voz de Daniel retumbó en la cocina, mientras yo recogía los platos del desayuno. El sol apenas se filtraba por la ventana, pero el día ya se sentía pesado.
—No es una idea, Daniel. Es mi decisión. Cuando Emiliano entre al kínder, quiero volver a trabajar —dije, intentando que mi voz no temblara.
Daniel dejó el periódico sobre la mesa y me miró como si hubiera dicho una locura.
—¿Para qué? Yo gano suficiente. ¿No ves que los niños te necesitan aquí? Además, ¿qué vas a hacer después de tantos años fuera? El mundo ya cambió, Mariana.
Sentí cómo se me apretaba el pecho. Tenía 33 años, un título en Letras Hispánicas de la UNAM y tres años de experiencia en una editorial pequeña en la colonia Roma. Pero desde que nació Valeria, y luego Emiliano, mi vida se había reducido a pañales, tareas escolares y cenas familiares. Daniel siempre me decía que era mejor así, que mi tiempo llegaría.
Al principio le creí. Me convencí de que era un sacrificio temporal, que pronto podría volver a ser yo misma, la Mariana que soñaba con escribir libros y editar historias. Pero los años pasaron y cada vez que mencionaba la posibilidad de regresar al trabajo, Daniel encontraba una excusa nueva: los niños están muy pequeños, la casa necesita atención, mi mamá está enferma…
Una tarde, mientras doblaba ropa en el cuarto de Valeria, escuché a mi hija jugando con sus muñecas:
—Tú te quedas en casa porque eres mamá —le decía una muñeca a otra—. Los papás sí pueden salir a trabajar.
Me quedé helada. ¿Eso era lo que le estaba enseñando a mi hija? ¿Que las mujeres sólo servimos para cuidar y esperar?
Esa noche no pude dormir. Recordé a mi madre, una mujer fuerte que crió sola a tres hijos en un barrio popular de Guadalajara. Ella siempre me decía: “Nunca dependas de nadie, Mariana. Ni del amor más grande”.
Al día siguiente, busqué mi currículum en una vieja USB y lo actualicé mientras Emiliano dormía la siesta. Mandé correos a viejos contactos del mundo editorial. Sentí miedo, sí, pero también una chispa de esperanza.
Cuando Daniel se enteró, explotó:
—¿Por qué no me consultaste? ¿No confías en mí? —me gritó.
—No es eso —le respondí con voz baja—. Es que necesito sentirme útil… para mí misma.
—¿Y nosotros qué? ¿No somos suficientes?
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que el amor no debería ser una jaula?
Pasaron semanas sin que nadie respondiera mis correos. Empecé a dudar de mí misma. Una tarde, mientras recogía a Valeria del ballet, me encontré con Lucía, una excompañera de la universidad.
—¡Mariana! ¿Sigues editando?
Me reí nerviosa.
—Hace años que no… Ahora soy mamá de tiempo completo.
Lucía me miró con compasión y luego me contó que trabajaba en una revista digital. Me pidió mi CV y me prometió avisarme si salía algo.
Esa noche le conté a Daniel. Él sólo suspiró:
—Haz lo que quieras… pero no esperes que te apoye si las cosas salen mal.
Sentí un frío en el estómago. ¿En qué momento se había convertido en mi enemigo?
Un mes después, Lucía me llamó: necesitaban una editora freelance para un proyecto sobre literatura latinoamericana. El pago era poco, pero era un comienzo. Cuando se lo conté a Daniel, él apenas levantó la vista del celular:
—¿Eso es todo? Pensé que ibas a conseguir algo mejor…
Me dolió más de lo que quería admitir. Pero acepté el trabajo. Cada noche, después de acostar a los niños, me sentaba frente a la computadora y editaba textos hasta la madrugada. Me sentía viva otra vez.
Pero el ambiente en casa se volvió tenso. Daniel empezó a llegar más tarde del trabajo. Apenas hablábamos. Un sábado, durante la comida familiar en casa de mis suegros, su hermana Patricia soltó:
—¿Y tú para qué trabajas si Daniel te da todo? Deberías agradecerle.
Sentí las miradas sobre mí como cuchillos. Nadie entendía lo que pasaba dentro de mí: esa mezcla de culpa y deseo de independencia.
Un día, Valeria me preguntó:
—Mamá, ¿por qué estás triste?
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que a veces el amor duele más que la soledad?
El proyecto terminó y Lucía me recomendó para otro trabajo mejor pagado. Poco a poco empecé a ganar confianza… y dinero propio. Un día Daniel llegó molesto:
—Ahora resulta que eres muy ocupada… ¿Y nosotros? ¿Ya no te importamos?
Le respondí con lágrimas en los ojos:
—Siempre me han importado… pero también quiero importarme yo.
Esa noche dormimos en silencio, cada uno aferrado a su lado de la cama como dos desconocidos.
Hoy tengo 36 años y trabajo medio tiempo desde casa para una editorial argentina. No ha sido fácil: he perdido amigos, he discutido con mi familia y mi matrimonio está lleno de silencios incómodos. Daniel ahora dice que soy «poco ambiciosa», porque no busco un puesto directivo ni gano tanto como él.
Pero yo sé lo que valgo. Sé lo difícil que es romper con las expectativas y buscar tu propio camino cuando todos esperan que te conformes.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más estarán viviendo esta misma lucha en silencio? ¿Cuántas veces hemos dejado nuestros sueños por miedo a decepcionar?
¿Y tú? ¿Hasta dónde estarías dispuesta a llegar por recuperar tu voz?