Entre la deuda y la libertad: Mi vida con mamá

—¿Otra vez, mamá? —le dije, con la voz quebrada, mientras sostenía el teléfono con una mano y con la otra intentaba tapar el llanto para que mi novio, Julián, no me escuchara desde la cocina.

—Hija, ¿qué quieres que haga? No tengo para pagar la luz. Tu hermano ni me contesta los mensajes. Sólo te tengo a ti, Mariana —su voz sonaba tan cansada, tan derrotada, que sentí cómo la culpa me apretaba el pecho.

Crecí en una casa pequeña en la periferia de Guadalajara. Mi papá se fue cuando yo tenía ocho años y mi mamá, Rosa, se partía el lomo limpiando casas ajenas para que a mí y a mi hermano menor, Emiliano, no nos faltara un plato de frijoles. Pero el dinero nunca alcanzaba. Recuerdo las noches en que mi mamá lloraba en silencio pensando que yo dormía. Yo me prometí que algún día la sacaría de esa vida.

Pero los años pasaron y las promesas se volvieron cadenas. Cuando terminé la universidad —la primera de mi familia— conseguí trabajo como contadora en una empresa mediana. No era mucho, pero era mío. Me mudé con Julián a un departamento pequeño y por primera vez sentí que podía respirar.

Sin embargo, la paz duró poco. Al principio, mi mamá sólo me pedía ayuda para cosas puntuales: una medicina, el gas, los útiles de Emiliano. Pero pronto las llamadas se volvieron semanales, luego diarias. «¿Me puedes depositar algo?», «Se descompuso el refri», «No tengo para el camión». Y cada vez que le decía que no podía, su silencio me atravesaba como un cuchillo.

Una tarde, mientras revisaba las cuentas del mes, Julián se acercó y me abrazó por detrás.

—¿Otra vez te pidió dinero tu mamá?

No supe qué decirle. Sentía vergüenza y rabia al mismo tiempo.

—No puedo dejarla sola —susurré—. Ella lo dio todo por mí.

Julián suspiró y me miró serio:

—Pero ahora tú también tienes derecho a vivir tu vida, Mariana. No puedes cargar con todo.

Esa noche no dormí. Me pregunté si era una mala hija por querer poner límites. Recordé los días en que mi mamá llegaba tarde, con las manos agrietadas y los ojos rojos de cansancio. ¿Cómo podía negarle algo ahora?

Las cosas empeoraron cuando Emiliano dejó la prepa y empezó a juntarse con una banda de la colonia. Mi mamá se aferró más a mí. «Tú eres mi orgullo, hija», me repetía. Pero ese orgullo se sentía como una soga al cuello.

Un día llegué a casa y encontré a Julián empacando sus cosas.

—No puedo más, Mariana —me dijo sin mirarme—. Siempre somos tú y tu mamá. Yo sólo soy un invitado en tu vida.

Sentí que el mundo se derrumbaba bajo mis pies. Le rogué que se quedara, pero él ya había tomado su decisión.

Después de que Julián se fue, caí en una rutina automática: trabajar, enviar dinero, escuchar los lamentos de mi mamá por teléfono. Dejé de salir con amigas, de comprarme cosas para mí. Todo era para ella y para Emiliano, que cada vez caía más hondo.

Un domingo fui a visitarlos. La casa estaba igual de humilde que siempre, pero ahora olía a humedad y desesperanza. Mi mamá me abrazó fuerte y lloró en mi hombro.

—Perdóname por pedirte tanto, hija —me dijo—. Es que no sé qué haría sin ti.

La miré y vi a una mujer rota por la vida, pero también sentí enojo. ¿Por qué todo tenía que recaer sobre mí? ¿Por qué Emiliano no podía ayudar? ¿Por qué yo tenía que renunciar a mis sueños?

Esa noche discutí con mi mamá como nunca antes.

—¡No soy tu salvación! —grité entre lágrimas—. ¡Yo también quiero vivir!

Ella me miró como si le hubiera dado una bofetada.

—¿Eso piensas? ¿Que soy una carga?

No supe qué responderle. Me fui de la casa sintiéndome la peor persona del mundo.

Pasaron semanas sin hablarnos. Me sentía sola, pero también ligera por primera vez en años. Empecé a salir con amigas del trabajo, a tomar clases de pintura los sábados. Poco a poco recuperé algo de mí misma.

Un día recibí un mensaje de Emiliano: «Mamá está enferma». Corrí al hospital con el corazón en la mano. La encontré débil pero sonriente.

—Perdóname tú a mí, hija —me dijo—. Nunca quise que cargaras con todo esto sola.

Nos abrazamos y lloramos juntas por todo lo no dicho.

Hoy sigo ayudando a mi mamá cuando puedo, pero aprendí a poner límites. Emiliano también empezó a trabajar y ahora compartimos la responsabilidad.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por la familia? ¿Cuándo es justo pensar en uno mismo sin sentirse egoísta? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?