Hasta el último suspiro: El amor de un campesino y una citadina en tierras mexicanas

—¿Por qué volviste, Emiliano? —me preguntó mi madre, con esa mezcla de reproche y alivio que solo una madre puede tener. Yo no sabía cómo responderle. Habían pasado seis años desde que me fui del rancho en Veracruz, buscando una vida mejor en Monterrey, pero la ciudad me tragó y me escupió sin piedad. Volví derrotado, con la cabeza gacha y el corazón hecho trizas.

Esa noche, mientras cenábamos frijoles y tortillas hechas a mano, escuché el rumor: Mariana había regresado al pueblo. Mariana, la hija del doctor Salazar, la que se fue a estudiar a la Ciudad de México y nunca miró atrás. Mi pecho se apretó. Ella era mi primer amor, mi imposible desde la secundaria. Recordé sus trenzas negras y su risa clara como el agua del río en temporada de lluvias.

Al día siguiente, el pueblo era un hervidero de chismes. «Que si Mariana viene con novio rico», «que si ya ni saluda a nadie», «que si su papá quiere que se case con un licenciado». Yo solo quería verla. Caminé hasta la plaza, donde los viejos jugaban dominó y las señoras vendían pan dulce. Y ahí estaba ella, parada bajo el flamboyán, mirando el horizonte como si buscara respuestas en el cielo.

Me acerqué con el corazón en la boca.

—Mariana —dije, apenas un susurro.

Ella volteó y sus ojos se iluminaron. No sé si fue alegría o sorpresa, pero sentí que el tiempo se detenía.

—¡Emiliano! Pensé que ya no vivías aquí.

—Volví hace poco… Las cosas no salieron como esperaba allá en el norte.

Nos quedamos en silencio unos segundos. Sentí que todos los ojos del pueblo estaban sobre nosotros.

—¿Y tú? ¿Por qué volviste? —pregunté.

Suspiró hondo.

—Mi mamá está enferma. Vine a cuidarla… y a pensar qué quiero hacer con mi vida. La ciudad me cansó, Emiliano. Allá todo es prisa, ruido, gente que no te mira a los ojos.

Nos sentamos en una banca. Hablamos de todo y de nada: de los amigos que se fueron, de los que se quedaron, del río que ya casi no lleva agua porque los cañeros lo desviaron para sus cultivos. Sentí que recuperaba algo perdido.

Pero el pueblo es pequeño y las lenguas largas. Pronto empezaron los comentarios:

—¿Ya viste a Emiliano con la hija del doctor? —decía doña Chuyita en la tienda.

—Ese muchacho no es para ella —sentenciaba don Rogelio, el panadero.

Mi madre me miraba con preocupación cada vez que salía a buscarla.

—No te ilusiones, hijo. Mariana es de otra clase. Su papá nunca va a permitir eso —me advirtió una noche.

Pero yo no podía evitarlo. Cada tarde buscaba a Mariana. Caminábamos por los cañaverales, nos reíamos como cuando éramos niños. Ella me contaba de sus sueños: quería ser doctora como su papá, pero también quería quedarse en el pueblo y ayudar a la gente.

Una tarde, mientras el sol caía sobre los campos dorados, me atreví:

—Mariana… yo nunca dejé de quererte.

Ella bajó la mirada, nerviosa.

—Emiliano… yo también te quise mucho. Pero mi papá… él tiene otros planes para mí. Dice que aquí no hay futuro.

Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué siempre el dinero? ¿Por qué siempre las diferencias?

Días después, el doctor Salazar me llamó a su consultorio. Me recibió serio, con esa mirada fría que siempre me intimidó.

—Emiliano, sé que ves mucho a mi hija. Quiero pedirte que la dejes en paz. Ella tiene un futuro brillante por delante; tú eres buen muchacho, pero este pueblo te queda chico.

Me mordí los labios para no llorar ahí mismo.

—Con todo respeto, doctor… yo la quiero de verdad.

Él negó con la cabeza.

—El amor no llena la barriga ni paga estudios. Piensa en eso.

Salí de ahí sintiéndome menos que nada. Esa noche no dormí. Pensé en irme otra vez, desaparecer para siempre. Pero al amanecer, Mariana vino a buscarme al corral.

—No quiero que te vayas —me dijo llorando—. No quiero vivir una vida que no es mía.

Nos abrazamos fuerte, como si el mundo se fuera a acabar.

Empezamos a vernos a escondidas. Nos refugiábamos en una vieja cabaña junto al río. Hablábamos de irnos juntos a Xalapa o a Puebla, empezar de cero lejos de todos esos prejuicios. Pero el miedo nos paralizaba: ¿y si fracasábamos? ¿Y si terminábamos odiándonos por haberlo dejado todo?

Una noche, mi madre me encontró llorando en el patio.

—Hijo… uno no puede vivir solo de amor —me dijo acariciándome el cabello—. Pero tampoco puede vivir sin él.

Sus palabras me dieron valor. Al día siguiente fui a buscar a Mariana y le propuse irnos juntos. Ella dudó un momento; luego asintió con lágrimas en los ojos.

Esa misma noche empacamos lo poco que teníamos y nos fuimos en el primer autobús rumbo a Xalapa. El camino fue largo y silencioso; cada kilómetro era una despedida y una promesa al mismo tiempo.

En Xalapa todo fue difícil: no teníamos dinero ni conocidos. Mariana consiguió trabajo como asistente en una clínica; yo trabajé en una panadería y luego como ayudante de albañil. Hubo días en que solo comíamos arroz y plátano; noches en las que llorábamos abrazados por miedo al futuro.

Pero también hubo momentos hermosos: cuando Mariana fue aceptada en la universidad para estudiar medicina; cuando rentamos nuestro primer cuartito; cuando nació nuestra hija Valeria y sentí que todo valía la pena.

Con los años aprendimos que el amor no resuelve todos los problemas, pero da fuerza para enfrentarlos juntos. A veces extraño mi pueblo: los atardeceres sobre los cañaverales, el olor a tierra mojada después de la lluvia… Pero sé que tomamos la decisión correcta.

Hoy miro a Mariana mientras juega con Valeria en el parque y pienso en todo lo que dejamos atrás para estar juntos. ¿Valió la pena desafiarlo todo por amor? ¿Cuántos más se atreven a romper las cadenas del qué dirán?