La cita que nunca olvidaré: Una noche para recordar por todas las razones equivocadas
—¿Por qué siempre termino aquí, esperando a alguien que no llega?—me pregunté mientras miraba el reloj por quinta vez. El restaurante italiano de la esquina de la Avenida Mitre estaba casi vacío, salvo por una pareja mayor que reía bajito y un mesero que me lanzaba miradas de compasión. Mi corazón latía rápido, no solo por los nervios de la primera cita, sino porque sentía que algo no andaba bien.
Todo había comenzado una semana antes, en la librería del centro de Rosario. Yo hojeaba un libro de Claudia Piñeiro cuando un chico alto, de sonrisa tímida y acento porteño, se acercó a preguntarme si ya había leído a Guillermo Martínez. Nos reímos, hablamos de novelas policiales y, sin darme cuenta, ya le estaba pasando mi número. Se llamaba Nicolás, pero todos le decían Nico. Durante días intercambiamos mensajes sobre libros, películas y hasta sobre el mejor lugar para comer pizza en la ciudad. Me sentía ilusionada, como hacía tiempo no me sentía.
Por eso acepté sin dudar cuando me invitó a cenar. «Te paso a buscar a las ocho», escribió. Pero eran las ocho y media y yo seguía sola, con el celular vibrando solo por mensajes de mi mamá: «¿Ya llegaste? ¿Te avisó si va tarde?». No quería preocuparla, así que respondí con un simple «Todo bien».
A las ocho y cuarenta, Nico entró apurado, con el pelo revuelto y la camisa arrugada. —Perdón, Sofi, el colectivo se quedó parado en el puente y después no encontraba señal para avisarte—dijo sin mirarme mucho a los ojos. Yo sonreí, aunque sentí una punzada de decepción.
Nos sentamos y pedimos dos pastas. Al principio la charla fluyó: libros, anécdotas del colegio, sueños de viajar a México o Colombia. Pero pronto noté que Nico evitaba hablar de su familia. Cada vez que yo mencionaba a mis padres o a mi hermano menor, él cambiaba de tema o se quedaba callado.
—¿Y vos? ¿Vivís con tus viejos?—pregunté finalmente.
Nico bajó la mirada y jugueteó con el tenedor.—No… vivo solo hace un tiempo. Mi mamá está en Buenos Aires y mi papá… bueno, no hablamos mucho.
Sentí que había algo más, pero no quise insistir. La noche siguió entre silencios incómodos y risas forzadas. Cuando llegó la cuenta, Nico buscó en sus bolsillos y se puso pálido.
—No puede ser… creo que me olvidé la billetera en casa—balbuceó.
El mesero nos miró con fastidio. Yo saqué mi tarjeta y pagué, tratando de restarle importancia. Pero por dentro sentía cómo mi ilusión se desmoronaba.
Salimos del restaurante y caminamos por la peatonal Córdoba. El aire fresco me ayudó a calmarme un poco. De repente, Nico se detuvo frente a una farmacia cerrada y me miró con ojos tristes.
—Sofi… hay algo que no te conté. No soy quien te dije que soy. No estudio en la facultad ni tengo trabajo fijo. Hace meses que estoy buscando laburo y a veces duermo en casa de amigos o en pensiones baratas. No quería que pensaras mal de mí.
Me quedé helada. Sentí rabia, tristeza y compasión al mismo tiempo. Recordé las veces que mi mamá me advirtió sobre confiar demasiado rápido en desconocidos.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?—pregunté con voz temblorosa.
—Porque tenía miedo de perderte antes de empezar algo lindo—respondió él, con lágrimas en los ojos.
Nos sentamos en un banco de la plaza Pringles. Nico me contó cómo su papá lo había echado de casa después de una pelea violenta, cómo su mamá apenas podía ayudarlo desde lejos y cómo sobrevivía haciendo changas o vendiendo libros usados en la calle San Luis.
Yo escuchaba en silencio, sintiendo cómo mi corazón se partía entre la empatía y la desilusión. Pensé en todas las veces que juzgué a otros sin conocer su historia. Pensé en mi propia familia, en los domingos de asado y risas, en lo afortunada que era sin darme cuenta.
La noche terminó con un abrazo largo y silencioso. Caminé sola hasta mi casa, repasando cada palabra, cada gesto. Al llegar, mi mamá me esperaba despierta.
—¿Cómo te fue?—preguntó preocupada.
—Bien… aprendí mucho esta noche—le dije antes de encerrarme en mi cuarto.
Esa cita fue inolvidable, pero no por las razones que imaginé. Me mostró lo fácil que es idealizar a alguien desde la distancia y lo difícil que es enfrentar la verdad cuando llega de golpe. Desde entonces miro a las personas con otros ojos: menos juicio, más empatía.
A veces me pregunto: ¿cuántas historias como la de Nico pasan desapercibidas entre nosotros? ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de conocer realmente a alguien por miedo o prejuicio?
¿Y ustedes? ¿Alguna vez vivieron una cita así? ¿Se animarían a mirar más allá de las apariencias?