La noche en que eché a mi hijo y a mi nuera: el precio de ser madre en silencio
—¡Ya basta, Santiago! ¡No puedo más! —grité, con la voz quebrada y el corazón en la garganta. El eco de mis palabras rebotó en las paredes del pequeño departamento en el centro de Guadalajara, donde los recuerdos de una vida tranquila se mezclaban ahora con discusiones y reproches.
Santiago me miró con los ojos abiertos, como si no entendiera lo que acababa de decir. Mariana, su esposa, se quedó inmóvil junto a la mesa, apretando el celular entre las manos. Afuera, la ciudad seguía su curso: los cláxones, los gritos de los vendedores ambulantes, el olor a tortillas recién hechas que subía desde la calle. Pero aquí adentro, el tiempo se detuvo.
Hace seis meses, cuando Santiago y Mariana perdieron el departamento que rentaban porque el casero decidió subirles la renta más allá de lo posible, no dudé en abrirles la puerta. «Mamá, sólo será un par de meses mientras encontramos algo», me dijo Santiago con esa sonrisa que siempre me desarma. Yo estaba feliz de tenerlos cerca. Pensé que sería como cuando era niño y llenaba la casa de risas y travesuras.
Pero la realidad fue otra. Mariana llegó con sus cajas llenas de ropa y cosméticos, y Santiago con su guitarra y sus sueños de músico. Al principio, todo era armonía: desayunos juntos, cenas improvisadas, hasta las telenovelas que veíamos por las noches. Pero pronto la rutina se volvió pesada. Mariana pasaba horas en el baño, dejando toallas mojadas por todas partes. Santiago ensayaba hasta tarde, sin importarle que yo madrugara para ir al mercado a vender tamales.
Las discusiones comenzaron por cosas pequeñas: quién lavaba los trastes, quién compraba el papel higiénico, por qué Mariana no ayudaba con los gastos. Yo trataba de mediar, pero siempre terminaba cediendo. «Mamá, tú eres buena onda», me decía Santiago. Y yo quería serlo, pero cada día sentía cómo mi paciencia se desgastaba.
Una noche llegué cansada del mercado. Soñaba con una taza de té y un poco de silencio. Pero al abrir la puerta encontré la sala llena de amigos de Santiago, fumando y riendo a carcajadas. Mariana bailaba en medio del cuarto como si fuera una fiesta. Nadie notó mi presencia. Me encerré en mi cuarto y lloré en silencio.
Al día siguiente intenté hablar con ellos. «Entiendo que estén pasando por un momento difícil», les dije. «Pero esta también es mi casa. Necesito respeto». Mariana me miró con desdén: «No es para tanto, doña Rosa. Relájese un poco». Santiago solo bajó la mirada.
Las semanas pasaron y la situación empeoró. Mariana empezó a traer a su hermana a dormir sin avisar. Santiago dejó de buscar trabajo fijo porque «la música es mi pasión». Yo pagaba todo: luz, agua, comida. Mi pensión apenas alcanzaba y tuve que pedirle prestado a mi comadre Lupita para completar el mes.
Una tarde encontré mi alcancía vacía. Era poco dinero, pero era mío. Cuando pregunté, Mariana se ofendió: «¿Acaso insinúa que yo le robé?». Santiago no dijo nada. Sentí una puñalada en el pecho.
Esa noche no dormí. Me pregunté en qué momento dejé de ser madre para convertirme en sirvienta. Recordé los sacrificios: los años trabajando doble turno para que Santiago pudiera estudiar; las veces que me negué un vestido nuevo para comprarle sus cuadernos; las noches en vela cuando tenía fiebre.
Pero ahora era invisible en mi propia casa.
La gota que derramó el vaso llegó un viernes por la noche. Volví temprano porque me sentía mal del estómago y encontré la puerta abierta, la música a todo volumen y botellas vacías por todas partes. Mariana discutía por teléfono con alguien; Santiago dormía en el sillón rodeado de latas de cerveza.
—¡Esto se acabó! —grité desde la puerta—. Mañana mismo se van los dos. No puedo seguir viviendo así.
Mariana soltó una carcajada amarga: «¿Y a dónde quiere que vayamos? ¿A dormir bajo un puente?».
—No lo sé —respondí—. Pero esta casa es mía y merezco paz.
Santiago despertó sobresaltado. «Mamá, no puedes hacer esto… somos familia».
—Precisamente porque somos familia —dije entre lágrimas—, no puedo permitir que sigan destruyéndome así.
Esa noche nadie durmió. Mariana empacó sus cosas entre insultos; Santiago lloró como cuando era niño y tenía miedo a la oscuridad. Yo me senté en la cocina con una taza de té frío entre las manos, temblando por dentro.
A la mañana siguiente se fueron sin despedirse. El silencio fue abrumador al principio, pero poco a poco sentí cómo volvía a respirar.
Hoy escribo esto mientras miro por la ventana cómo cae la lluvia sobre los techos de lámina del barrio. Me duele el alma por haberlos echado; siento culpa y alivio al mismo tiempo.
¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Tenemos derecho a cuidarnos aunque eso signifique rompernos por dentro? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?