¿Dónde te fuiste, mamá?
—¿Por qué no me contestas, mamá? —le grité desde la cocina, mientras el olor a café quemado llenaba la casa. Mi madre, Lucía, estaba sentada en el sillón verde del comedor, mirando por la ventana como si esperara que alguien viniera a rescatarla de su propia vida. No respondió. Solo apretó más fuerte el rosario entre sus manos arrugadas.
A veces pienso que mi madre se fue mucho antes de que su cuerpo empezara a fallar. Que se fue en pedacitos, cada vez que discutíamos por tonterías: por el arroz pegado, por el volumen de la televisión, por mi forma de vestir o por mi silencio. Yo, Mariana, la hija que nunca supo cómo hablarle sin que todo terminara en reproches o en ese silencio espeso que llenaba la casa cada noche.
Vivimos en Medellín, en una casa vieja que huele a humedad y a recuerdos. Mi papá murió hace años y mi hermano Andrés se fue a Bogotá buscando un futuro que aquí nunca encontró. Así que quedamos solo nosotras dos, atrapadas en una rutina que nos desgastaba: ella con sus novelas y su misa de las seis, yo con mi trabajo remoto y mis intentos fallidos de escribir algo importante.
Una tarde de lluvia, mientras lavaba los platos, escuché a mi madre sollozar bajito. Me acerqué despacio, como si temiera asustarla.
—¿Te duele algo? —le pregunté.
Ella negó con la cabeza y siguió mirando por la ventana. Me senté a su lado, pero no supe qué más decir. El silencio se hizo tan pesado que sentí ganas de salir corriendo.
Esa noche soñé con ella joven, riendo en la cocina mientras preparaba arepas. Me desperté llorando y con una culpa que me apretaba el pecho. ¿En qué momento dejamos de hablarnos? ¿Cuándo fue la última vez que le dije te quiero?
Los días pasaban y mi madre parecía encogerse más y más en su sillón. A veces hablaba sola; otras veces se le olvidaba si ya había almorzado o si yo estaba en casa. Un día encontré su cartera en el refrigerador y supe que algo grave estaba pasando.
Llamé a Andrés:
—Hermano, mamá está peor. No sé qué hacer.
—Llévala al médico —me respondió con voz cansada—. Yo no puedo ir ahora, el trabajo está pesado.
Sentí rabia. Siempre era yo la que tenía que cargar con todo. Pero también sentí miedo: ¿y si mamá ya no volvía a ser la misma?
La llevé al hospital San Vicente. El doctor me miró con esa compasión que uno odia recibir.
—Su mamá tiene principios de Alzheimer —me dijo—. Es importante que tenga paciencia y mucha comprensión.
Paciencia. Comprensión. Palabras fáciles de decir pero imposibles de practicar cuando una parte de ti quiere gritarle al mundo: ¡No es justo!
Volvimos a casa y traté de ser más amable, pero cada intento terminaba en frustración. Una tarde, mientras intentaba explicarle cómo usar el microondas, ella me miró con ojos vacíos y preguntó:
—¿Tú quién eres?
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Los días siguientes fueron una mezcla de ternura y desesperación. A veces mi madre recordaba mi nombre y me abrazaba fuerte; otras veces me confundía con su hermana muerta o me pedía que llamara a papá para cenar juntos.
Una noche, mientras le cepillaba el cabello, me atreví a preguntarle:
—Mamá, ¿tú eres feliz?
Ella me miró largo rato y luego sonrió apenas:
—No lo sé, hija… A veces siento que estoy esperando algo… o a alguien…
Me quedé pensando en todas las cosas que nunca le dije: lo mucho que la necesitaba, lo sola que me sentía sin ella aunque estuviera ahí mismo. Pensé en todas las veces que preferí callar antes que arriesgarme a un abrazo incómodo o una palabra mal dicha.
Un domingo llegó Andrés sin avisar. Traía regalos y una sonrisa forzada.
—¡Mamá! —gritó al entrar—. ¡Mira quién vino!
Lucía lo miró como si fuera un extraño. Andrés intentó bromear, pero pronto se rindió y se sentó conmigo en la cocina.
—No puedo creerlo —dijo bajito—. Es como si ya no estuviera aquí…
—Nunca supimos cómo cuidarla —le respondí—. Siempre pensamos que era fuerte…
Esa noche cenamos los tres juntos por primera vez en años. Mamá apenas probó la comida, pero sonrió cuando Andrés le contó historias de Bogotá. Por un momento sentí que todo podía mejorar; pero al día siguiente volvió el silencio.
El tiempo siguió pasando y mamá se fue apagando poco a poco. Un día dejó de reconocerme por completo. Me convertí en una extraña que la cuidaba por obligación.
A veces me preguntan por qué no la llevé a un hogar geriátrico. No sé qué responderles. Tal vez porque tenía miedo de perderla del todo; tal vez porque sentía que aún podía hacer algo para recuperarla.
Una tarde cualquiera, mientras llovía fuerte sobre Medellín, mamá se quedó dormida en su sillón y ya no despertó más. Me senté a su lado durante horas, sosteniendo su mano fría y deseando haberle dicho tantas cosas…
Ahora la casa está más vacía que nunca. A veces creo escuchar su voz llamándome desde la cocina o siento su perfume cuando paso junto al ropero viejo.
Me pregunto si alguna vez fui una buena hija; si ella supo cuánto la amaba aunque nunca se lo dijera con palabras.
¿Ustedes también han sentido ese miedo de perder a alguien sin haberle dicho todo lo importante? ¿Por qué nos cuesta tanto hablar con quienes más queremos?