El precio de una fiesta: La historia de Débora y el quiebre familiar

—¿De verdad, mamá? ¿Todo ese dinero… en una fiesta? —La voz de Andrés retumbó en la sala, más fuerte que la música que aún se colaba desde el patio.

Me quedé quieta, con la copa de vino temblando entre mis dedos. Afuera, las luces de colores seguían bailando sobre los rostros sonrientes de mis amigas, pero aquí adentro, el aire se había vuelto denso, casi irrespirable.

—Andrés, no empieces —susurré, intentando mantener la compostura. Valeria, su esposa, me miraba con esa mezcla de decepción y superioridad que tanto detesto.

—No es empezar, mamá. Es que… ¿no pensaste en nosotros? Sabías que queríamos cambiar el coche. Ese dinero nos habría ayudado muchísimo —insistió él, cruzando los brazos.

Sentí cómo la rabia y la tristeza se mezclaban en mi pecho. ¿Acaso no tenía derecho a celebrar mi vida? ¿A pensar en mí por una vez?

—Andrés, llevo toda mi vida pensando en ustedes. Toda mi vida —le respondí, con la voz quebrada. Pero él solo negó con la cabeza, como si mis palabras fueran humo.

Valeria intervino, con ese tono dulce que usa cuando quiere manipularlo todo:

—Débora, nadie dice que no merezcas celebrar. Pero podrías habernos consultado. Somos familia.

Familia. Esa palabra que tantas veces me ha salvado y tantas otras me ha hundido.

La fiesta había sido un sueño largamente postergado. Desde que me separé del papá de Andrés —ese hombre que se fue con otra y nunca volvió a mirar atrás—, todo lo que ganaba iba para la casa, la escuela, la comida. No hubo vacaciones, ni lujos, ni caprichos. Solo trabajo y más trabajo: limpiando casas en Polanco, vendiendo tamales los domingos en el parque, cosiendo ropa hasta la madrugada.

Pero este año, al cumplir 60, sentí que merecía algo distinto. Guardé cada peso extra durante años: las propinas de las señoras ricas, los billetes arrugados de los clientes del tianguis, las monedas que sobraban después de pagar la luz. Soñaba con una noche donde yo fuera la reina, aunque fuera solo por unas horas.

Y así fue: música en vivo, comida típica, mariachis al final. Mis hermanas vinieron desde Puebla; mis amigas del barrio bailaron hasta el amanecer. Por primera vez en décadas, sentí que la vida me sonreía.

Hasta que Andrés y Valeria me arrastraron a la cocina para este juicio silencioso.

—¿Sabes lo difícil que es moverse en esta ciudad sin coche decente? —Andrés seguía hablando—. El nuestro ya no da más. Pensamos que… bueno, que podrías ayudarnos. No pedimos mucho.

—No es justo —dije, apenas audible—. Siempre he estado para ustedes. ¿Por qué no puedo estar para mí?

Valeria suspiró fuerte:

—Porque ahora somos una familia. Y las familias se apoyan.

Me dieron ganas de gritarle que yo fui familia sola durante años. Que nadie me apoyó cuando Andrés era niño y tenía fiebre a medianoche; cuando no había para el gas y cocinaba con leña; cuando vendía mi anillo de bodas para pagar su inscripción a la universidad.

Pero no dije nada. Solo los miré y sentí cómo algo se rompía adentro.

Esa noche terminó temprano para mí. Me encerré en mi cuarto mientras afuera seguían los brindis y las risas. Lloré como hacía mucho no lloraba: por culpa, por rabia, por cansancio.

Los días siguientes fueron un desfile de silencios incómodos y mensajes cortos en el grupo familiar de WhatsApp. Andrés dejó de llamarme todos los domingos; Valeria ya no me mandó fotos de mis nietos jugando en el parque.

Mi hermana Lucía vino a verme una tarde:

—¿Y tú por qué tienes que darles todo? Ya están grandes, Débora. Que aprendan a luchar como tú lo hiciste —me dijo mientras preparábamos café.

Pero yo no podía evitar sentirme culpable. ¿Había sido egoísta? ¿O era justo pensar en mí después de tantos años?

Un día, al salir del mercado, me encontré a Doña Carmen, mi vecina:

—¡Qué bonita estuvo tu fiesta! —me dijo sonriendo—. Se te veía feliz, hija. No dejes que nadie te quite eso.

Sus palabras me dieron un poco de paz. Pero la herida seguía ahí: cada vez que veía el coche viejo de Andrés pasar frente a mi casa sin detenerse; cada vez que escuchaba a Valeria hablar mal de mí con otras mamás del colegio.

Una tarde lluviosa, Andrés vino solo. Entró sin saludar mucho y se sentó frente a mí en la mesa de la cocina.

—Mamá… —empezó, mirando sus manos—. Perdón si fui duro contigo. Es solo que… estamos cansados. Todo es difícil últimamente.

Lo miré largo rato antes de responder:

—¿Crees que para mí fue fácil? ¿Crees que no estoy cansada también?

Él asintió, con lágrimas en los ojos.

—A veces siento que nunca voy a poder darte lo que mereces —susurró.

Me acerqué y le tomé la mano:

—Ya me diste lo más importante: tu vida, tus hijos. Pero también tengo derecho a vivir la mía.

Nos quedamos así un rato largo, en silencio. No resolvimos todo esa tarde; Valeria siguió distante y los nietos tardaron semanas en volver a visitarme. Pero algo cambió: aprendí a no pedir permiso para ser feliz.

Hoy miro las fotos de esa noche mágica y sonrío. Sé que muchos me juzgarán; otros me entenderán. Pero al final del día solo tengo una pregunta:

¿Hasta cuándo las madres tenemos que postergar nuestros sueños por los demás? ¿No merecemos también celebrar nuestra vida?