La última lección de Mamá Rosa

—¡No puedes seguir gastando así, mamá! —gritó mi hermano César, golpeando la mesa de la cocina con el puño cerrado. El eco de su voz retumbó en las paredes descascaradas del pequeño departamento donde vivíamos desde que Mamá Rosa, mi abuela, se mudó con nosotros.

Yo estaba en la sala, fingiendo leer un libro, pero cada palabra de esa discusión me atravesaba como un cuchillo. Mamá Rosa, sentada en su silla de mimbre, no decía nada. Sus manos temblorosas jugaban con el borde del mantel. Tenía ochenta y tres años y los ojos llenos de una tristeza que nunca le había visto.

Mamá Rosa siempre fue el corazón de la familia. Cuando éramos niños en Villa El Salvador, ella nos cuidaba mientras nuestros padres trabajaban. Nos preparaba mazamorra morada y arroz con leche, nos contaba historias de cuando llegó de Ayacucho escapando del terrorismo. Con sus ahorros de toda una vida como costurera, pagó los estudios de César y ayudó a mi hermana Lucía a abrir su bodega. Incluso cuando mi papá perdió el trabajo, fue ella quien puso el dinero para que no perdiéramos la casa.

Pero los años pasaron y los ahorros se acabaron. Mamá Rosa vendió su máquina de coser, sus joyas antiguas y hasta la radio que tanto amaba. Cuando ya no pudo vivir sola, César la trajo a su casa. Al principio todo era armonía, pero pronto las cosas cambiaron.

—No es justo que solo nosotros nos hagamos cargo —decía César en las reuniones familiares—. Lucía, tú también deberías ayudar.

Lucía siempre tenía una excusa: que la bodega no daba lo suficiente, que sus hijos estaban en el colegio privado, que su esposo no quería saber nada de la familia. Yo, que aún estudiaba en la universidad pública y trabajaba medio tiempo en una librería, apenas podía aportar para las medicinas de Mamá Rosa.

Una tarde, mientras le ayudaba a peinarse, Mamá Rosa me miró por el espejo:

—¿Sabes qué es lo más triste, hijito? No es quedarme sin plata. Es sentir que ya no soy útil para ustedes.

Me dolió escucharla. Recordé cómo todos dependimos de ella alguna vez y ahora parecía una carga. Esa noche no pude dormir pensando en lo injustos que éramos.

Las discusiones se hicieron más frecuentes. César empezó a dejar de hablarle y Lucía venía cada vez menos. Mamá Rosa pasaba los días mirando por la ventana, esperando a que alguien la visitara. Yo trataba de estar con ella todo lo posible, pero entre el trabajo y la universidad apenas me alcanzaba el tiempo.

Un domingo cualquiera, Lucía llegó con su esposo y sus hijos. Trajeron una torta pequeña y globos para celebrar el cumpleaños de Mamá Rosa. Pero nadie cantó con ganas; todos estaban tensos. En medio del almuerzo, Lucía soltó:

—Mamá, ¿por qué no vendemos el terreno de Ayacucho? Así todos nos beneficiamos y tú puedes estar mejor atendida.

Mamá Rosa bajó la mirada. Ese terreno era lo único que le quedaba de su vida anterior, un pedazo de tierra seca donde alguna vez soñó volver a sembrar maíz.

—Ese terreno es para ustedes cuando yo ya no esté —dijo con voz quebrada—. No quiero venderlo.

El silencio fue incómodo. Nadie dijo nada más durante el almuerzo.

Esa noche me senté junto a ella en su cama. Me tomó la mano con fuerza sorprendente para su edad.

—No quiero ser motivo de pelea entre ustedes —susurró—. Solo quiero que recuerden lo que es ser familia.

Poco después Mamá Rosa enfermó gravemente. Los médicos dijeron que era cuestión de tiempo. César y Lucía empezaron a turnarse para cuidarla, pero ya era tarde para remendar los años de indiferencia.

Una madrugada, mientras le cambiaba las sábanas, me miró fijamente:

—Prométeme algo, hijo: nunca olvides que lo más valioso no es el dinero ni las cosas materiales. Es el amor con el que uno da y recibe.

Lloré en silencio mientras ella cerraba los ojos por última vez.

El día del velorio, toda la familia estuvo reunida por primera vez en años. Entre lágrimas y abrazos incómodos, sentí que algo había cambiado en nosotros. César se acercó a Lucía y le pidió perdón por sus palabras duras; Lucía lloró como nunca antes la había visto.

Hoy, cada vez que paso por la vieja silla de mimbre vacía en la sala, recuerdo la última lección de Mamá Rosa: la dignidad no se mide por lo que uno tiene sino por lo que uno da sin esperar nada a cambio.

¿Será que solo aprendemos a valorar a quienes amamos cuando ya es demasiado tarde? ¿Cuántas veces dejamos que el orgullo o el dinero destruyan lo más sagrado: nuestra familia?