A los treinta, elegí mi carrera sobre la familia: el precio de romper el molde

—¿Y entonces, Lucía? ¿Cuándo vas a darnos la noticia? —La voz de mi madre retumbó en el comedor, justo cuando partía el pastel de mi cumpleaños número treinta.

Sentí cómo todos los ojos se clavaban en mí. Mi papá fingía mirar su café, mis tías cuchicheaban y mi hermano menor, Andrés, me lanzó una sonrisa cómplice desde el otro extremo de la mesa. Yo solo quería desaparecer bajo la mesa de madera, esa misma donde aprendí a leer y donde mi mamá me enseñó a hacer arepas los domingos.

—¿Qué noticia, mamá? —respondí, aunque sabía perfectamente a qué se refería.

—Ay, hija, no te hagas. Ya tienes treinta años, dos títulos universitarios, un trabajo envidiable en la capital… pero ¿y el novio? ¿Y los nietos? —insistió ella, con esa mezcla de cariño y reproche tan típica de las madres colombianas.

Respiré hondo. No era la primera vez que teníamos esta conversación, pero sí era la primera vez que sentía que ya no podía seguir evadiéndola. Miré a mi alrededor: las paredes llenas de fotos familiares, los diplomas enmarcados que mi mamá colgó con orgullo, y ese aire denso de expectativas no cumplidas.

—Mamá, ¿no te parece suficiente todo lo que he logrado? —pregunté, con la voz temblorosa.

Ella bajó la mirada. Mi papá carraspeó y dijo en voz baja:

—Tu mamá solo quiere verte feliz, Lucía. Nosotros… solo queremos lo mejor para ti.

Pero ¿qué es lo mejor para mí? ¿Lo que ellos sueñan o lo que yo deseo?

Desde pequeña fui la niña aplicada del barrio San Joaquín, en Medellín. La que sacaba las mejores notas y ganaba becas. Mi mamá limpiaba casas para pagarme los libros; mi papá manejaba taxi toda la noche para que yo pudiera ir a la universidad. Cuando me gradué de ingeniera industrial y luego hice una maestría en Buenos Aires, sentí que les devolvía un poco de todo ese sacrificio. Pero ahora, cada logro parecía pesar más que alegrar.

En la oficina soy Lucía Ramírez, gerente de proyectos en una multinacional. Mis colegas me respetan; mis jefes me buscan para resolver problemas. Pero cuando vuelvo a casa, soy solo Lucía, la hija que no ha cumplido con su deber de casarse y tener hijos.

A veces me pregunto si realmente elegí este camino o si simplemente seguí corriendo para no defraudar a nadie. Mis amigas del colegio ya tienen hijos; algunas están divorciadas, otras siguen luchando con maridos machistas y trabajos mal pagados. Yo tengo libertad, independencia… y una soledad que a veces me muerde los talones cuando llego a mi apartamento vacío.

Recuerdo una noche hace unos meses. Había cerrado un contrato millonario para la empresa y salí a celebrar sola. Me senté en un bar del Poblado y pedí un vino caro. A mi lado, una pareja reía mientras jugaba con su bebé. Sentí una punzada en el pecho. ¿Y si me estoy perdiendo algo? ¿Y si todo este esfuerzo no vale nada si no tengo con quién compartirlo?

Pero entonces pienso en todas las veces que vi a mi mamá llorar porque no podía comprarnos lo básico. Pienso en las noches en vela estudiando para no perder la beca. Pienso en lo lejos que he llegado y en lo mucho que me costó cada paso.

No es fácil ser mujer en Latinoamérica y elegir un camino diferente al que dicta la tradición. Las miradas de lástima en las reuniones familiares; los comentarios de las vecinas: «Tan bonita y tan sola»; las preguntas incómodas en cada boda: «¿Y tú para cuándo?». A veces siento que cargo con el peso de todas las expectativas frustradas de mi familia.

Hace poco tuve una discusión fuerte con mi tía Marta:

—Lucía, uno no puede vivir solo para trabajar. Mira a tu prima Carolina: ya tiene dos niños hermosos y un esposo que la adora.

—Tía, pero Carolina dejó de estudiar porque su esposo no la deja trabajar. ¿Eso es felicidad?

—Al menos no está sola —me respondió ella, tajante.

Esa palabra: sola. Como si la soledad fuera un castigo por ser diferente.

Andrés, mi hermano menor, es el único que parece entenderme. Él también se fue del país; vive en México desde hace tres años y tiene una novia argentina. Cuando hablamos por videollamada, siempre me dice:

—No te dejes presionar, Lu. Cada quien tiene su tiempo.

Pero el tiempo es un enemigo silencioso. Mi reloj biológico suena cada vez más fuerte; mis amigas hablan de tratamientos de fertilidad y yo apenas estoy aprendiendo a cuidar una planta sin matarla.

El otro día mi mamá me llamó llorando:

—Lucía, yo solo quiero verte realizada…

—Mamá, yo estoy realizada —le respondí, aunque no estaba segura si era verdad.

A veces sueño con una vida diferente: una casa llena de risas infantiles, un esposo amoroso esperándome al final del día. Pero luego despierto y recuerdo todo lo que he construido sola. ¿Por qué tengo que elegir? ¿Por qué no puedo tener ambas cosas?

En mi trabajo hay otra mujer como yo: Marcela Torres, cuarenta años y sin hijos. Un día me invitó a tomar café y me confesó:

—A veces me arrepiento de no haber intentado formar una familia… pero otras veces agradezco haber tenido libertad para ser quien soy.

Esa frase se quedó conmigo. Tal vez nunca haya una respuesta correcta; tal vez siempre vivamos entre dos mundos: el que soñaron nuestros padres y el que nos atrevimos a construir.

Hoy miro mis logros con orgullo, pero también con nostalgia por lo que pudo ser. No sé si algún día tendré hijos o si encontraré a alguien con quien compartir mis triunfos y derrotas. Lo único que sé es que cada decisión tiene un precio y que nadie debería juzgar el camino ajeno sin conocer sus batallas internas.

¿Vale la pena romper el molde si eso significa decepcionar a quienes más amas? ¿O es más valiente seguir tu propio camino aunque duela?

Quizás nunca tenga todas las respuestas… pero hoy celebro ser fiel a mí misma, aunque eso signifique caminar sola por un tiempo más.