Bajo la Sombra de mi Padre: ¿Mi Felicidad o Sus Expectativas?

—¿Hasta cuándo, Mariana? ¿Hasta cuándo vas a seguir perdiendo el tiempo? —La voz de mi papá retumba en la sala, tan fuerte que hasta los vecinos deben escucharla. Mi mamá, sentada a su lado, baja la mirada y juega nerviosa con el borde de su rebozo. Yo, con las manos sudorosas y el corazón en la garganta, apenas puedo sostenerle la mirada.

—Papá, ya te dije que no estoy lista. No quiero tener hijos solo porque tú lo digas —respondo, tratando de mantener la voz firme, aunque por dentro me siento como una niña pequeña otra vez.

Él se levanta de golpe. La silla rechina contra el piso de mosaico. —¡No es solo porque yo lo diga! Es lo que se espera de ti. Mira a tus primas: todas ya tienen su familia. ¿Qué vas a hacer cuando estés sola? ¿Quién te va a cuidar?

La presión en mi pecho es tan fuerte que siento que me ahogo. Desde que terminé la universidad y conseguí trabajo en la ciudad, cada visita a casa en Puebla se convierte en una batalla campal. Mi papá nunca ha entendido que mis sueños no son los mismos que los suyos. Él creció en un pueblo donde la familia era el centro de todo, donde las mujeres se casaban jóvenes y tener hijos era casi una obligación. Pero yo… yo quiero algo diferente.

A veces me pregunto si soy egoísta por querer más. Por querer viajar, crecer en mi carrera, vivir experiencias antes de pensar en formar una familia. Pero cada vez que intento explicárselo, él solo ve rebeldía e ingratitud.

—¿Y si nunca quiero tener hijos? —me atrevo a decir una tarde, mientras él riega las plantas del patio.

Me mira como si hubiera dicho la peor blasfemia. —Entonces no cuentes conmigo para nada. Si no quieres seguir la tradición de esta familia, tendrás que arreglártelas sola.

Las palabras caen como piedras. Sé que no habla solo del dinero: habla del amor, del apoyo, de todo lo que significa pertenecer a esta familia.

Esa noche no puedo dormir. Escucho a mis padres discutir en voz baja en la cocina. Mi mamá intenta defenderme, pero él está decidido. «Si Mariana no entiende lo importante que es esto para nosotros, tendrá que aprender por las malas», dice él.

En el trabajo tampoco encuentro paz. Mis compañeras hablan de bodas y baby showers como si fueran metas obligatorias. Cuando les cuento mi situación, algunas me dicen que lo entienda: «Es normal, así son los papás aquí». Otras me animan a seguir mi camino, pero sus palabras se pierden entre el ruido de mis propios miedos.

Una tarde, después de una discusión especialmente dura, salgo corriendo de la casa y camino sin rumbo por las calles empedradas del barrio. Me siento invisible entre los vendedores ambulantes y los niños jugando fútbol en la esquina. Me detengo frente a una iglesia y entro solo para sentarme en silencio. No soy religiosa, pero necesito un lugar donde nadie me juzgue.

—¿Por qué no puedo ser suficiente tal como soy? —susurro al vacío.

Recuerdo cuando era niña y mi papá me llevaba al mercado los domingos. Me compraba dulces y me decía que yo era su orgullo. ¿En qué momento dejé de serlo? ¿Por qué ahora todo depende de si le doy nietos o no?

El tiempo pasa y la tensión crece. Un día recibo un mensaje de mi papá: «Si para fin de año no tienes planes serios de formar una familia, tendrás que buscar dónde vivir». Me quedo helada. Vivo en un pequeño departamento en la ciudad, pero dependo del apoyo económico de mis padres para pagar la renta.

Llamo a mi mamá llorando. Ella trata de calmarme: «Tu papá está herido porque siente que lo estás rechazando a él y a todo lo que representa». Pero yo también estoy herida. ¿Acaso mi felicidad no cuenta?

Empiezo a buscar trabajos extras: doy clases particulares, vendo postres caseros los fines de semana. Me doy cuenta de que puedo sobrevivir sola, aunque sea difícil. Pero el miedo sigue ahí: miedo a perder a mi familia, miedo a quedarme sola.

En Navidad regreso a casa por primera vez desde aquel ultimátum. La tensión se puede cortar con un cuchillo. Mi papá apenas me habla durante la cena. Mi abuela me toma la mano bajo la mesa y susurra: «Haz lo que te haga feliz, hija».

Esa noche me encierro en mi cuarto y lloro como no lo hacía desde niña. Siento rabia, tristeza y también un poco de alivio: por fin estoy tomando decisiones por mí misma.

Al día siguiente, antes de regresar a la ciudad, busco a mi papá en el patio.

—Papá —le digo—, sé que esto te duele, pero necesito vivir mi vida a mi manera. No sé si algún día querré tener hijos o no, pero quiero decidirlo yo.

Él no responde al principio. Solo mira el horizonte, los volcanes recortados contra el cielo azul.

—Solo quiero lo mejor para ti —dice al fin, con voz cansada—. Pero me duele pensar que te vas a arrepentir cuando ya sea tarde.

—Tal vez sí —le digo—, pero prefiero arrepentirme de mis propias decisiones y no de vivir la vida que otros eligieron para mí.

Nos quedamos en silencio un rato largo. No hay reconciliación mágica ni abrazo final; solo dos personas aprendiendo a aceptar sus diferencias.

Hoy sigo luchando con mis miedos y dudas. A veces extraño la seguridad de sentirme parte de algo más grande; otras veces disfruto la libertad de construir mi propio camino.

¿Hasta cuándo vamos a dejar que las expectativas familiares decidan nuestro destino? ¿Cuántas Marianas hay allá afuera sintiendo el mismo miedo y la misma culpa? Ojalá algún día podamos hablarlo sin miedo y elegir sin sentirnos traidores.