Cuando tu propio hijo te olvida: Confesiones de una madre y suegra

—¿Por qué no me llamaste para el cumpleaños de Sofía? —le pregunté a Sebastián, mi voz temblando mientras sostenía el teléfono con manos sudorosas. Del otro lado, el silencio era tan denso que podía sentirlo en el pecho.

—Mamá, Mariana pensó que era mejor hacer algo pequeño, solo nosotros —respondió él, con ese tono cansado que últimamente usaba conmigo.

No supe qué decir. Colgué antes de que mi voz se quebrara. Me quedé sentada en la cocina, mirando la mesa vacía donde había puesto el mantel nuevo y el pastel que Sofía, mi nieta, tanto amaba. El reloj marcaba las seis de la tarde y afuera llovía con fuerza sobre las calles de Buenos Aires. Sentí que la lluvia era un eco de mi propio llanto.

Mi nombre es Rosa y tengo sesenta años. Hace diez años, cuando Sebastián conoció a Mariana en la universidad, pensé que mi familia crecería y que tendría una nuera con quien compartir recetas y tardes de mate. Pero desde el principio, Mariana me miró con una distancia fría, como si yo fuera una amenaza. Al principio pensé que era timidez, pero con el tiempo me di cuenta de que simplemente no quería que yo formara parte de su vida.

Recuerdo la primera vez que fui a su departamento en Caballito. Llevé empanadas caseras y una planta de albahaca para su balcón. Mariana apenas sonrió y dejó la planta en un rincón. Sebastián intentó mediar, pero cada vez que yo hablaba, ella desviaba la conversación o se iba a otra habitación. Me dolía, pero me decía a mí misma que era cuestión de tiempo.

Pero el tiempo no mejoró nada. Cuando nació Sofía, mi nieta, sentí una esperanza nueva. Pensé: «Ahora sí, vamos a ser familia». Pero Mariana puso límites desde el principio: «Por favor, avísanos antes de venir», «No le des dulces sin preguntar», «No la lleves a la plaza sola». Cada regla era como una pared más entre nosotras.

Un día, después de una discusión por WhatsApp sobre si podía llevar a Sofía al cine, Sebastián me llamó:

—Mamá, por favor, entiende a Mariana. Ella solo quiere lo mejor para nuestra hija.

—¿Y yo no? —le respondí, sintiendo cómo se me rompía algo adentro—. ¿Acaso no soy su abuela?

—Claro que sí, pero… —dudó—. Es complicado.

Complicado. Esa palabra se volvió mi sombra. Empecé a ir menos seguido a su casa. Las invitaciones a almorzar desaparecieron. Solo veía a Sofía en cumpleaños o fiestas importantes, y siempre bajo la mirada atenta de Mariana.

Mis amigas del club de barrio me decían: «Rosa, no te metas tanto, los jóvenes ahora son así». Pero yo veía cómo otras abuelas iban al parque con sus nietos o cocinaban juntas los domingos. ¿Por qué yo no podía?

Una tarde de invierno, mientras tejía un suéter para Sofía, recibí un mensaje de Sebastián: «Mamá, vamos a mudarnos a Córdoba por el trabajo de Mariana». Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. No solo perdía a mi nieta, también a mi hijo.

Esa noche no dormí. Pensé en todas las veces que cuidé a Sebastián sola cuando su papá nos dejó; en las noches sin cenar para que él tuviera leche; en los cumpleaños donde yo era madre y padre a la vez. ¿Cómo podía ahora sentirme tan ajena?

El día de la mudanza fui a despedirme. Mariana apenas me saludó y Sofía jugaba con una tablet sin mirarme. Sebastián me abrazó rápido:

—Mamá, te vamos a llamar seguido.

Pero las llamadas se volvieron cada vez más cortas y distantes. Mariana siempre tenía prisa o estaba ocupada. Sofía crecía y ya no recordaba mis cuentos ni mis canciones.

Un domingo cualquiera, mientras almorzaba sola frente al televisor, vi una foto en Facebook: Sofía soplando las velitas rodeada de amigos y familiares… menos yo. Sentí una rabia sorda mezclada con tristeza. ¿En qué momento me convertí en una extraña para mi propia familia?

Intenté hablar con Sebastián:

—Hijo, ¿qué hice mal? ¿Por qué Mariana no me quiere cerca?

Él suspiró:

—No es eso, mamá… Es solo que Mariana tiene otra forma de ver la familia. Quiere proteger su espacio.

—¿Y yo? ¿Quién me protege a mí? —le dije antes de colgar.

Esa noche lloré como hacía años no lloraba. Pensé en todas las suegras que conozco: Doña Marta, que vive sola desde que su nuera la acusó de meterse demasiado; Teresa, que solo ve a sus nietos por videollamada porque su hijo vive en México y su nuera nunca le contesta los mensajes.

¿Será que nosotras, las madres y suegras latinoamericanas, estamos condenadas a ser las villanas de historias ajenas? ¿Por qué se nos exige tanto silencio y resignación?

Hoy sigo esperando una llamada que quizás nunca llegue. Sigo guardando los regalos para Sofía en un cajón y cocinando empanadas para nadie.

A veces me pregunto: ¿En qué momento dejamos de ser imprescindibles para nuestros hijos? ¿Es posible reconstruir un puente cuando del otro lado solo hay silencio?

¿Ustedes qué harían si fueran yo? ¿Hasta dónde debe llegar el amor propio antes de rendirse?