Después de la boda descubrí que me casé con el hijo de su mamá: Mi lucha por mi propia voz
—No, Lucía, así no se hace el arroz —me dijo doña Marta, la mamá de Andrés, apenas puse la olla en la estufa. Su voz cortó el aire de la cocina como un cuchillo afilado. Era mi primer día como esposa en la casa de los padres de Andrés, en un barrio popular de Medellín, y ya sentía que mis manos temblaban más por nervios que por el calor del fogón.
Andrés, mi esposo desde hace apenas 24 horas, estaba en la sala viendo el partido con su papá. Yo, en cambio, estaba atrapada entre las miradas críticas de mi suegra y el eco de las palabras de mi propia madre: “Lucía, asegúrate de que te respeten”.
Pero ¿cómo exigir respeto cuando ni siquiera podía decidir cómo cocinar?
—Mamá, déjala, ella sabe cocinar —alcancé a escuchar a Andrés desde la sala, pero su voz era débil, casi una excusa más que una defensa.
Doña Marta me miró de arriba abajo y suspiró. —Bueno, hazlo como quieras —dijo, pero se quedó parada a mi lado, vigilando cada movimiento. Sentí que no solo cocinaba arroz; cocinaba mi dignidad.
Esa noche, mientras cenábamos, doña Marta probó el arroz y puso cara de desagrado. Andrés bajó la mirada y yo sentí que me tragaba las lágrimas junto con cada bocado. Nadie dijo nada más. El silencio era más pesado que cualquier discusión.
Los días pasaron y la rutina se volvió asfixiante. Cada mañana, doña Marta decidía qué desayunaríamos, cómo debía tender la cama y hasta qué canal ver en la televisión. Andrés parecía no notar nada; cuando intentaba hablarle, solo decía:
—Mi mamá siempre ha hecho las cosas así…
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a doña Marta hablando por teléfono con su hermana:
—Esta muchacha no sabe ni lavar bien los platos. No sé qué vio Andrés en ella…
Sentí que el agua fría me cortaba las manos. Quise gritarle que yo también tenía una familia, que también tenía sueños y formas de hacer las cosas. Pero no dije nada. Me tragué el orgullo y seguí fregando.
Las semanas se convirtieron en meses. Mi sonrisa se fue apagando. Dejé de llamar a mis amigas porque no quería admitir que mi matrimonio era una cárcel decorada con cortinas floreadas y fotos familiares ajenas.
Un día, mi madre vino a visitarme. Me miró a los ojos y supo que algo andaba mal.
—¿Estás bien, hija? —me preguntó en voz baja mientras tomábamos café en el patio.
No pude mentirle. Las lágrimas salieron solas.
—No puedo más, mamá. Siento que me estoy perdiendo…
Ella me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—No te olvides de quién eres, Lucía. No dejes que nadie apague tu voz.
Esa noche, después de cenar, reuní el valor para hablar con Andrés. Lo encontré en la sala viendo televisión.
—Andrés, necesito hablar contigo —dije con voz temblorosa.
Él bajó el volumen y me miró sorprendido.
—¿Qué pasa?
—No puedo seguir viviendo así. Siento que tu mamá decide todo por nosotros… por mí. Yo también tengo derecho a opinar, a decidir cómo quiero vivir mi vida.
Andrés suspiró y se pasó la mano por el cabello.
—Es que… tú sabes cómo es mi mamá. Siempre ha sido así. No quiero problemas.
—¿Y yo? ¿No merezco ser feliz? —le pregunté con lágrimas en los ojos.
Él guardó silencio. Sentí que mi corazón se rompía un poco más.
Esa noche dormí sola en la habitación. Andrés se quedó viendo televisión hasta tarde. Al día siguiente, doña Marta me ignoró durante el desayuno. El ambiente era tan frío como el café recalentado.
Pasaron los días y Andrés empezó a llegar más tarde del trabajo. Yo me sentía invisible en mi propia casa. Un sábado por la tarde, mientras barría el patio, escuché a doña Marta decirle a su esposo:
—Esta muchacha no va a durar aquí mucho tiempo…
Fue la gota que derramó el vaso.
Esa noche hice mi maleta y llamé a mi madre.
—Mamá, ¿puedo volver a casa? —pregunté entre sollozos.
Ella no dudó ni un segundo:
—Siempre tendrás un lugar aquí, hija.
Cuando Andrés llegó y vio la maleta junto a la puerta, se quedó mudo.
—¿Te vas? —preguntó incrédulo.
—Sí, Andrés. Me voy porque necesito volver a ser yo misma. No puedo seguir viviendo bajo las reglas de tu mamá ni esperando que tú me defiendas. Necesito recuperar mi voz.
Él intentó detenerme, pero ya era tarde. Salí de esa casa sintiendo miedo y alivio al mismo tiempo.
Hoy escribo esto desde el cuarto donde crecí, rodeada de mis cosas y mis recuerdos. No sé qué pasará mañana ni si Andrés algún día entenderá lo que perdimos por no poner límites a tiempo. Pero sé que hoy respiro tranquila y vuelvo a escuchar mi propia voz.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que otros decidan por nosotros? ¿Cuántas mujeres más tendrán que perderse antes de atreverse a decir basta?