El eco de la ex: Cuando el pasado no suelta el presente

—¡No eres su madre!—gritó Verónica al otro lado del portón, mientras los vecinos miraban desde sus ventanas entreabiertas. Yo sostenía la mano de Camila, la hija menor de Julián, que lloraba en silencio, apretando su mochila contra el pecho como si así pudiera protegerse del huracán de palabras que nos azotaba.

En ese instante, sentí cómo el sudor frío me recorría la espalda. No era la primera vez que Verónica venía a buscar a los niños antes de tiempo, ni la primera vez que me gritaba frente a todos. Pero esa tarde, después de meses de soportar sus llamadas a medianoche, sus mensajes llenos de veneno y sus amenazas veladas, sentí que algo dentro de mí se rompía.

Me llamo Mariana y hace tres años me enamoré de Julián. Él venía de un matrimonio roto, con dos hijos pequeños y una exesposa que parecía vivir solo para recordarle su fracaso. Cuando nos conocimos, yo pensaba que el amor era suficiente para reconstruir cualquier cosa. Ahora sé que el amor es apenas el inicio de una guerra silenciosa cuando hay heridas abiertas y rencores sin resolver.

La primera vez que vi a Verónica fue en una reunión escolar. Se acercó a mí con una sonrisa tan falsa como las flores de plástico en la mesa del director. —Así que tú eres la nueva—me dijo, mirándome de arriba abajo—. Espero que sepas lo que haces. Julián no es fácil y mis hijos no necesitan otra madre.

Desde entonces, cada encuentro era una batalla. Si los niños llegaban tristes después de un fin de semana con nosotros, Verónica llamaba a Julián llorando: —¿Qué les hiciste?—. Si Camila tenía fiebre, me acusaba de negligencia. Si Emiliano olvidaba su cuaderno, era mi culpa por no estar pendiente. Y cuando Julián intentaba poner límites, ella amenazaba con llevarse a los niños lejos, a casa de su madre en Monterrey.

A veces me pregunto si Verónica alguna vez me odió realmente o si solo odia la idea de haber perdido el control sobre Julián. Porque aunque él intenta ser un buen padre y mantener la paz, ella siempre encuentra la forma de sembrar dudas entre nosotros. Una noche, mientras cenábamos tacos en la mesa pequeña del departamento, Julián recibió un mensaje: «Tus hijos lloran porque esa mujer los trata mal. ¿Eso es lo que quieres para ellos?».

Vi cómo se le tensaban los hombros. —No le hagas caso—le dije—. Ella solo quiere separarnos.

Pero él guardó silencio y siguió comiendo sin mirarme. En ese momento sentí que el fantasma de Verónica se sentaba a la mesa con nosotros, robándonos el aire y las palabras.

Las cosas empeoraron cuando Camila cumplió ocho años. Verónica organizó una fiesta enorme e invitó a toda la familia menos a mí. Emiliano me abrazó antes de irse: —¿Por qué no puedes venir tú también?—susurró.

—Porque tu mamá no quiere—le respondí, tratando de sonreír aunque por dentro sentía ganas de llorar.

Esa noche, Julián y yo discutimos hasta el amanecer. —No puedo más—le dije—. Siento que nunca voy a ser suficiente para tus hijos ni para ti. Siempre seré la intrusa.

Él me abrazó fuerte, pero sus palabras no lograron calmar mi miedo: —Te prometo que esto va a mejorar. Solo dame tiempo.

Pero el tiempo pasaba y las cosas solo se volvían más difíciles. Verónica empezó a llamar a los niños cada noche para preguntarles qué hacían conmigo, si los regañaba o si les cocinaba lo que les gustaba. Un día, Camila llegó llorando: —Mamá dice que tú le robaste su familia.

Me arrodillé frente a ella y le acaricié el cabello: —Yo no robé nada, mi amor. Solo quiero que seas feliz.

Pero ¿cómo podía explicarle a una niña que los adultos también sienten celos y miedo? ¿Cómo podía competir con una madre herida?

En el barrio todos sabían nuestro drama. Las vecinas murmuraban cuando veían a Verónica esperándonos afuera del colegio o cuando escuchaban sus gritos desde la calle. Mi mamá me aconsejaba: —Déjala, hija. Nadie merece vivir así.— Pero yo amaba a Julián y quería creer que algún día podríamos ser una familia normal.

Un domingo por la tarde, mientras preparábamos enchiladas para cenar, Emiliano rompió el silencio: —¿Por qué mamá te odia tanto?

Sentí un nudo en la garganta. —No lo sé, Emi. Tal vez porque tiene miedo de perderlos.

Él bajó la mirada y murmuró: —Yo no quiero elegir entre ustedes.

Esa noche lloré en silencio mientras Julián dormía. Me pregunté si algún día podría ganarme el cariño de esos niños sin tener que pelear con su madre cada día. Si algún día dejaría de sentirme culpable por amar a un hombre con pasado.

La gota que derramó el vaso llegó una tarde lluviosa cuando Verónica apareció en la puerta con la policía. —Vengo por mis hijos—dijo con voz fría—. No quiero que estén ni un minuto más con esta mujer.

Los oficiales miraron a Julián y luego a mí. Camila se aferró a mi pierna llorando: —No quiero irme—gritaba—. Quiero quedarme aquí.

Julián intentó calmarla mientras yo trataba de explicarle al oficial que teníamos custodia compartida y que no había motivo para ese escándalo. Pero Verónica seguía gritando: —¡Ella no es nadie! ¡No tiene derecho!

Esa noche, después de horas en la delegación y lágrimas interminables, Julián me abrazó y me dijo: —No sé cuánto más podamos resistir esto.

Y aquí estoy ahora, escribiendo estas líneas mientras escucho a los niños dormir en la habitación contigua y siento el peso del pasado apretando mi pecho como una mano invisible.

¿Hasta cuándo debemos pagar por errores ajenos? ¿Es posible construir un futuro cuando el pasado se niega a soltarnos? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?