El peso del qué dirán: Mi divorcio y el precio de la libertad
—¡Ni se te ocurra mencionar la palabra divorcio, Mariana! ¡Eso sería una vergüenza para todos nosotros!— gritó mi mamá por el teléfono, su voz temblando entre la rabia y el miedo. Yo apretaba el celular con tanta fuerza que sentía los nudillos arder. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de la casa, como si quisiera acompañar mi llanto silencioso.
Tenía treinta y dos años, dos hijos pequeños y un matrimonio que hacía mucho había dejado de ser hogar. Pero en San Miguel del Río, un pueblo perdido entre los cerros de Oaxaca, la palabra divorcio era peor que una maldición. Era como si al pronunciarla, condenara a mis padres, a mis hermanos, a mis hijos y hasta a los vecinos a cargar con una cruz de vergüenza.
—¿Vergüenza?— susurré, apenas audible. —¿No es más vergonzoso vivir mintiendo? ¿Aguantar gritos, desprecios y noches enteras llorando en silencio?
Mi mamá no respondió. Solo escuché su respiración agitada, como si buscara fuerzas para seguir discutiendo. Sabía que ella también había sufrido en silencio junto a mi papá, pero nunca se atrevió a romper el círculo. «Así es la vida de las mujeres», me repetía desde niña. «Aguanta, porque así nos toca».
Pero yo ya no podía más. Mi esposo, Julián, había dejado de ser ese muchacho cariñoso que me enamoró en las fiestas del pueblo. Ahora era un hombre amargado, que llegaba tarde oliendo a mezcal y celándome hasta por hablar con el tendero. Las discusiones eran diarias; los insultos, rutina; y mis hijos aprendieron demasiado pronto a esconderse cuando escuchaban portazos.
Una noche, después de otra pelea en la que Julián rompió un vaso contra la pared y gritó que yo era una inútil, me senté en la cama con mis hijos dormidos a mi lado. Sentí un vacío tan grande que pensé que me iba a tragar entera. «¿Esto es todo lo que merezco?», me pregunté. Y por primera vez en años, la respuesta fue un rotundo no.
Al día siguiente fui a ver a mi hermana Lucía. Ella siempre fue la rebelde de la familia, la que se fue a estudiar a la ciudad y regresó con ideas «raras» sobre independencia y derechos. Me recibió con café y pan dulce.
—Mariana, ¿qué te pasa? Tienes los ojos hinchados— me dijo mientras me abrazaba.
Me desmoroné en sus brazos. Le conté todo: los gritos, los celos, el miedo constante. Ella no me juzgó ni me dijo que aguantara. Solo me escuchó y me dijo: —No tienes por qué vivir así. El divorcio no es un fracaso; es una salida cuando ya no hay amor ni respeto.
Pero salir de ese infierno no fue fácil. Cuando le conté a Julián que quería separarme, se rió en mi cara.
—¿Y a dónde vas a ir? Nadie te va a querer con dos chamacos. Además, ¿cómo vas a mantenerte?—
Tenía razón en algo: no tenía trabajo fijo ni estudios más allá de la secundaria. Pero tenía algo más fuerte: las ganas de no volver a sentirme menos que nada.
La noticia corrió como pólvora por el pueblo. Las vecinas murmuraban cuando pasaba por la calle; algunos amigos dejaron de saludarme; mi papá no me habló durante semanas. Mi mamá lloraba cada vez que iba a visitarla.
—Nos estás matando de vergüenza, hija— me decía entre sollozos.—¿Qué van a decir los compadres? ¿Cómo voy a mirar a las vecinas a la cara?
Yo también lloraba, pero ya no por miedo ni por culpa. Lloraba por todas las mujeres como mi mamá, como mi abuela, que vivieron atadas al qué dirán y nunca se atrevieron a buscar su felicidad.
Conseguí trabajo limpiando casas y vendiendo tamales los fines de semana. No era mucho, pero alcanzaba para lo básico. Mis hijos extrañaban a su papá al principio, pero pronto entendieron que la paz vale más que cualquier cosa.
Una tarde, mientras barría el patio, mi hijo Emiliano se acercó y me abrazó por la cintura.
—Mamá, ya no tienes cara triste— me dijo con esa inocencia que solo tienen los niños.—Me gusta más así.
Sentí que todo el dolor valía la pena solo por ese momento.
Pero el estigma seguía ahí. En las fiestas patronales nadie me invitaba a bailar; en la iglesia sentía las miradas clavadas en mi espalda. Un día, una señora se acercó y me dijo al oído:
—Antes eras ejemplo para tus hijos; ahora solo les enseñas a destruir familias.
Me dolió más de lo que quise admitir. Pero esa noche miré a mis hijos dormir y supe que estaba haciendo lo correcto.
Con el tiempo, algunas mujeres empezaron a buscarme en secreto para contarme sus propios dolores: golpes escondidos bajo mangas largas, insultos disfrazados de bromas pesadas, sueños rotos por miedo al qué dirán.
—¿Cómo le hiciste para atreverte?— me preguntó una vecina una tarde.—Yo no puedo… mis papás me matarían si supieran lo que vivo.
No supe qué responderle. Solo le tomé la mano y le dije:
—Nadie debería vivir con miedo solo por complacer a los demás.
Hoy han pasado tres años desde mi divorcio. No ha sido fácil: hay días en los que extraño tener una familia «normal», días en los que dudo si tomé la decisión correcta. Pero cada vez que veo a mis hijos reír sin miedo o cuando puedo dormir tranquila sin esperar gritos en la madrugada, sé que elegí bien.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más seguirán callando por miedo al qué dirán? ¿Cuándo aprenderemos que la verdadera vergüenza es vivir una vida que no nos pertenece?